Algunas anécdotas personales para ilustrar el punto:
Para una de mis clases, un servidor hace extenso uso de una colección de videos, producidos por CNN hace una década, relacionados con la Guerra Fría. Son particularmente útiles porque les permiten a los muchachos ver escenas y situaciones icónicas del siglo XX que de otra manera ni conocerían, dado que nacieron después de la caída del Muro, y piensan que el comunismo es una nueva formación de Holanda, con tres volantes ofensivos atacando en común. Pues bien, durante años pasé esos videos mediante una sencilla VCR y un cañón de proyección. Pero un mal día se fundió el foco del proyector. Nos enteramos que el mentado foco ya estaba fuera de catálogo, así que hubo que cambiar el cañón. Y cuando quise proyectar un video con el nuevo artilugio, ¡sorpráis!, éste se negó a hacerlo. Según se nos explicó, los nuevos cañones no perciben la señal ni de VCR ni de DVD comunes y corrientes. Sólo proyectan videos que salgan de una computadora: lo otro pertenece a la prehistoria. Así que a ver cómo le hago el semestre que entra.
Lo cual constituye la última de una serie de amargas experiencias sobre la obsolescencia no sólo tecnológica, sino de lo que somos y a lo que nos hemos apegado a lo largo de la vida. Lo que uno consideraba que lo iba a acompañar toda la vida, resulta más caduco que el IQ de un diputado.
Sin duda ello se manifiesta con mayor ferocidad en el campo de la música, lo que para cierta gente constituye tremenda angustia existencial. Como un servidor tiene oído de artillero, no distingue un tono de una corchea (que siempre he creído son como notas traviesonas que brincan de un lado para otro, aunque estoy seguro de que me equivoco), y no es de ánimo muy musical, la cosa no me ha afectado tanto. Pero también ha dejado sus secuelas.
Recuerdo cuando, recorriendo las tres o cuatro tiendas de música que había en Torreón a fines de los setenta, me enteré de que los 8-track (unos como casetotes de reproducción continua) se habían dejado de producir: así pues, mi aparato quedaba condenado a tocar las cintas que ya tenía y se acabó. Peor aún fue cuando, hará unos veinte años, anduve buscando como loco una aguja para reemplazar la ya muy chata del estéreo: ni de milagro. Se me informó con cierta compasión que ya nadie vendía agujas para tocadiscos, dado que esos aparatejos estaban obsoletos: de ahí en delante, el futuro le pertenecía al CD. Y hube de pasar por el penoso proceso de volver a comprar discos que ya tenía, pero ahora en formato de disco compacto. Como, según confesaba, no soy musical, no hubo mayores dislocamientos. Pero para algunos melómanos (como el añorado Antonio Jáquez que tenía ¿4,000?, ¿5,000 discos?) aquello constituyó un auténtico calvario: el que la forma en que uno oía música se volviera obsoleta no sólo le pegaba al bolsillo, sino al ego: evidencia de que uno se está volviendo viejo.
La primera vez que los maestros del ITESM recibimos computadoras, por ahí de mediados de los ochenta, fueron Apple Macintosh: unas maravillas de máquinas, superamigables, fáciles de manejar y con programas que podía utilizar un chimpancé. He de confesar que nos malacostumbramos… lo que resultó una monserga cuando el pirata Gates tronó a Apple con su mugrero de Windows, y recibimos la orden de cambiar nuestras queridas, amadas, entrañables Macs, por máquinas IBM que utilizaban otro sistema operativo, otros programas. Un ejemplo perfecto de un producto de calidad que perece por mala mercadotecnia y la soberbia y falta de visión del señor Steve Jobs. El caso es que sigo opinando que ciertos programas de la vieja Mac (WriteNow, MacPaint) eran superiores a los actuales de Windows. Increíblemente, ésos no resultaron obsoletos, sino al revés: los actuales son los que no les llegan… pero tienen el trono desde hace rato, y ni hablar: donde manda capitán no gobierna marinero.
Ya con máquinas operadas por Windows nos enfrentamos a la progresiva obsolescencia de los programas operativos. Hará unos diez años, por pura curiosidad, me compré un juego de computadora llamado “Close Combat”. Es una simulación de la campaña de la División 29 del Ejército de Estados Unidos desde que desembarca en Normandía hasta la toma de Saint Lo: 44 días. En el transcurso del juego uno se enfrenta a diversos escenarios, combate contra infantería y tanques alemanes, mete patas que sólo tienen que pagar figuritas de video, y en el ínter se divierte como enano, sintiéndose todo un estratega. El jueguito me gustó tanto que compré ediciones posteriores (de la Operación Mercado-Jardín, de la ofensiva alemana en las Ardenas, del Frente Oriental entre rusos y alemanes). Y jugué y jugué. Quién sabe cuántas veces defendí el puente de Arnhem, quién sabe cuántas veces me enfrenté con las uñas a la XV División Panzer SS, sabrá Dios en cuántas ocasiones mis agotadas tropas se quedaron a orillas de las murallas del Kremlin.
Pero resulta que, hace unos años, hubo que cambiar de máquinas y de sistema operativo, que resultó el Windows XP. Y sí, ya lo adivinaron. Cuando intenté correr el programa más viejito de Close Combat… la máquina se negó a hacerlo. Según esto, el XP era “demasiado adelantado” para el vejestorio de juego que tantos goces y tiempo desperdiciado me había provisto. Total, que tengo mucho, mucho tiempo, sin poder tomar Saint Lo. ¿Y por qué es “más adelantado” algo que no puede hacer lo que sí podía el sistema anterior? ¿Qué entiende esa gente por “más adelantado”? De plano, cada vez comprendo menos.
Todos los ejemplos anteriores son muestra patente de la poca consideración que tienen las compañías tecnológicas hacia los sentimientos, apegos y nostalgias de la raza común y corriente. Y de cómo, desplazando lo que constituyó parte importante (o no tanto, pero en fin) de nuestras existencias, no sólo convierten en obsoletas a las chunches que nos han acompañado en este Valle de Lágrimas… sino que, en cierto sentido, nos hacen sentir obsoletos a nosotros, sus querendones y apegados usuarios que se niegan a dejarlas ir.
Consejo no pedido para que su cónyuge lo mantenga en catálogo: vea “Los piratas de Silicon Valley” (Pirates of Silicon Valley, 1999), sobre cómo Apple y Microsoft reflejan la personalidad y manías de sus fundadores. Provecho.
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