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La mirada del demonio

Gilberto Serna

Nadie se percató que había fallecido, hasta que el fétido olor se hizo insoportable. ¿Moriría arrepentido, de sus trapicheos?, es posible que sí. Aunque públicamente, nunca lo reconociera. Había llegado la hora suprema en que los humanos, coloquialmente, se dice, suelen estirar la pata. Sintió que su cuerpo se iba hundiendo lentamente en un suave sopor, al tiempo que de su cuerpo mortal se desprendía una parte, hasta entonces oculta, transparente en cuanto que podía ver a través de sus manos. El resto del cuerpo era igual de traslucido. Sus mortales despojos yacían dentro de un féretro, de madera áspera sin cepillar, cuya tapa se estaba colocando encima con grandes clavos, que eran martillados. Estaba desnudo, dicen que Dios lo trajo así y el Malo así se lo llevaba. Sólo conservaba las gafas, sin las cuales nadie lo reconocería. Lo que ahora era, empezó a voltear en su entorno, muchas caras desconocidas, la mayoría de adolescentes. Se encontraban sentados en largas bancas, adosadas a un lado y otro, a paredes que no existían. Se notaba, en los agujeros de bala, que habían muerto violentamente.

Su espíritu sentía cierta inquietud, en ese momento no sabía cómo iban a terminar las cosas, él que siempre estuvo seguro de que llegaría a donde se lo propusiera. Una de las entidades que en vida debió ser un adolescente, se desprendió de su lugar y avanzó hasta parársele enfrente. Tú nos mandaste matar, le dijo como escupiendo las palabras. Los soldados que entraron a saco en la Plaza de las Tres Culturas llevaban tus instrucciones. El otro y tú estaban en el atole. Tú hacías lo que el otro decía. Por eso te dejó la silla. Te pusiste de acuerdo con él para fingir un minuto de silencio por la muerte de estudiantes en Tlatelolco, víctimas de la vesania que se apoderó de ti y de tu cómplice al que querías agradar, lo que hicieron para simular que se distanciaban, cuando en realidad estaban estrechamente ligados, teniendo en la mira la sucesión presidencial. A los diez días se iniciaron los Juegos Olímpicos. En vida eras un furibundo demagogo. Dices que no hubo gritos, es cierto, no se escuchó “muera el tirano”, pero al mencionarse su nombre, en el sonido local, se soltó un fenomenal abucheo, equivalente a un magno repudio. ¿No recuerdas que cuando tu compinche ofreció su mano franca a los huelguistas, éstos pidieron que se le hiciera la prueba de la parafina?

Una voz en las alturas restalló como un trueno, ¿quieres alegar algo en tu descargo? A lo que el convicto se apresuró a manifestar: soy inocente, el pueblo en caso de que fuera culpable, lo sería tanto como yo, pues excepto unos cuantos alborotadores, la gente en gran número apoyaba al Gobierno. Los banqueros, los adinerados, la curia, el ejército, los partidos políticos, las organizaciones sindicales, estaban con nosotros. Los conflictos estudiantiles fueron resultado de la manipulación de cubanos, de soviéticos y de comunistas locales, concretándose estos últimos a capitalizar los disturbios. Recuérdese que en aquella azarosa época vivíamos en plena guerra fría entre las dos potencias mundiales, por lo que detrás de cada acto estaba la KGB y la CIA. Está documentado que yo no intervine, ni soy responsable de esos hechos. -En la barahúnda de emociones encontradas, se escuchan gritos que salen de las gargantas de cientos de miles que integran lo que parece un tribunal: mientes, mientes, formabas parte de un Gobierno intolerante y exterminador-.

El espíritu de Luis que aún conservaba lo cuadrado de su mandíbula, aunque difuminada por que carecía de materia, agregaría: Esther, mi compañera, que Dios tenga en su santa gloria, es testigo de mis acentuados idealismos; no fui un epicúreo como hacen ahora algunos políticos que se entregan a excesos carnales desenfrenados; era y soy un hombre de hogar al que nunca le dio por andar en líos de faldas. En realidad soy un chivo expiatorio, sacrificado por la voz popular a pesar de que otros fueron los responsables. No soy más culpable que los que ahora callan disfrutando de la tranquilidad social que les dimos y que hoy, por diversas causas, están dejando que se rompa en mil pedazos. Si no hubiéramos puesto un alto a esos acontecimientos, la conspiración comunista hubiera dado lugar a que México hoy no fuera el mismo. Enseguida calló. Se sumió en un hondo silencio. Luego, con voz convulsa por la emoción, agregó: No soy culpable ni inocente, soy un hombre de mi tiempo, como cualquiera, en las mismas circunstancias, se hubiera visto en la necesidad de actuar. Luego, con la mirada, igual a la que debió tener el demonio cuando intentó tentar a Jesús, dijo: soy un soldado al que se le ha calumniado por servir a su Patria.

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