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La miseria del posibilismo

Jesús silva-herzog márquez

La pregunta vale hacerla de nuevo: ¿ganó Felipe Calderón? No insinúo que haya obtenido menos votos que su adversario. Tampoco deslizo la hipótesis de que la elección de 2006 haya sido turbia a tal punto que resulte imposible saber quién ganó. Felipe Calderón obtuvo más votos que su adversario. No he escuchado, en el curso de todos estos meses y años, ningún alegato, ningún argumento y mucho menos una prueba que ponga en duda la suma oficial que le dio la Presidencia al candidato del PAN. Lo que cuestiono con la pregunta es si esa victoria electoral de 2006 supone una victoria política. ¿Ganó Felipe Calderón? Sí y no. Ganó la elección, pero no ha ganado el gobierno. En los tiempos en que dirigía el PAN y con el ojo puesto en el riesgo de que un advenedizo ganara la Presidencia gracias al trampolín azul definía los objetivos de la lucha: ganar el poder sin perder el partido. A conquistar la Presidencia para, desde ahí, impulsar un proyecto. Si hubiera inteligencia crítica en el PAN, se le reclamaría algo paralelo al presidente Calderón: ganamos las elecciones, pero seguimos sin ganar el gobierno.

Felipe Calderón ha descubierto que la manera más segura para evitar una derrota es no dar la batalla. En eso consiste su gran aprendizaje: empezar allanándose y conferirlo todo a lo largo del camino. Los resultados de la estrategia son triviales. Cualquier reforma, al ser posible, será una joya de la negociación, el ejemplo de un Gobierno dispuesto a dialogar, el gran trofeo del diálogo. El instructivo de la Administración es claro: al concebir una reforma hay que eliminar, de entrada, lo que resulta inviable, después hay que descartar lo costoso para, por último, borrar lo alguien pudiera considerar ofensivo. Así se empieza la negociación. Luego se cede todo lo demás. Cuando los pactos den luz a una mosca, saldrán los voceros del Gobierno a explicarnos: es lo que ha sido posible. Habríamos querido un águila, pero afortunadamente logramos una mosca. Y la mosca va en la dirección correcta. Hemos dado un paso importante. Insistir en lo que necesitamos es, para el calderonismo, vivir en las nubes. Nosotros los realistas sabemos que lo deseable está fuera de nuestro alcance y por ello debemos abrazar con entusiasmo lo que es posible. Ustedes, ilusos, desconocen las restricciones del mundo real: chapotean en la saliva de sus ideas.

La trampa de esta lógica es evidente: toda reforma es lo que pudo ser. Ni más ni menos: lo posible y punto. Los calderonistas aceptan que, por supuesto habría reformas mejores, pero al haber sido imposibles, es absurdo hablar de ellas. Quienes critican lo que se hizo no se dan cuenta de que era lo único posible. Me resulta en extremo irritante la máscara de realismo con la que el Gobierno calderonista pretende disfrazar su sumisión. Tan sometido por sus enemigos como por sus aliados, el Gobierno ha renunciado a su programa para flotar y gestionar agendas de otros. Eso no es la política de lo posible, es la política de la resignación.

El realismo merece una defensa frente a la falsificación panista. El realismo, lejos de lo que la superficialidad panista sugiere, nunca ha sido obsecuente con lo que existe. Felipe Calderón podrá invocar las dificultades del entorno para tratar de justificar su desempeño, pero no puede prestigiar su gestión con la bandera del maquiavelismo. El realismo político reconoce la realidad, parte de ella. Pesa las distintas fuerzas, calibra oportunidades y riesgos, huele los futuros que incuban en el presente. Pero el realista no es sumiso frente a la realidad. Todo lo contrario. El realismo parte de un diagnóstico descarnado de la realidad; no cierra los ojos ante lo desagradable ni magnifica lo alentador. El análisis realista podrá ser crudo, pero su prescripción no es resignada. El político realista sabe bien el piso que está bajo sus zapatos. No se engaña ni se fuga a un país imaginario. Y sin embargo, ese mismo personaje, precisamente porque palpa y conoce la realidad, sabe bien que las cosas pueden cambiar; que las circunstancias no son una condena sino un desafío.

Con buenas razones se ha considerado la conferencia de Max Weber en la Universidad de Munich en 1918 como la expresión más acabada del maquiavelismo político del siglo XX. Al hablar de la vocación política, el sociólogo sigue la pista de El Príncipe: quien gobierna no ha de ser juzgado por lo que hace, sino por lo que provoca. Weber defiende así un código de responsabilidad para evaluar éticamente al hombre-Estado. Más allá de sus deseos, más allá de sus palabras, sus actos o sus ausencias, el hombre de poder debe ser juzgado por lo que produce, por las consecuencias —sean deseadas o no— de sus acciones. Será extraño para los teóricos mexicanos del posibilismo encontrar ahí mismo, en el centro del realismo político, una enfática invocación a lo imposible. En efecto, Weber sabe que la acción política requiere el motor de una causa y el destello de un propósito. El ingenuo conferencista se atrevió a decir que “la política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. Para nuestros posibilistas, el ingenuo sociólogo desconocía el carácter inapelable de la realidad. Calderón ha rebatido a Weber: lo posible nunca se consigue si no se sacrifica lo deseable una y otra vez.

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