Por estos días, la Agencia Nacional de Aeronáutica y del Espacio de Estados Unidos, la famosa NASA, está cumpliendo su primer medio siglo de existencia. Ante tan señalado aniversario, sin duda la mítica organización encargada de explorar el espacio, recoger cascajo lunar y poner a flotar como globos a intrépidos astronautas, tendrá que hacer una revisión de su pasado y objetivos. Y ponerse nuevas metas y prospectivas… lo que ha venido haciendo pian-pianito desde hace algún tiempo… aunque con demasiada lentitud, dicen sus críticos de siempre.
La NASA es hija, cómo no, de la paranoia norteamericana que permeó la Guerra Fría. Cuando los soviéticos pusieron en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik I, en octubre de 1957, los americanos se sintieron chinches: los rusos les habían ganado la primicia en un ámbito muy sensible. Y es que si sus enemigos podían hacer eso, quién sabe qué más podrían hacer con… cohetes. En aquellos tiempos, lanzar misiles al espacio tenía una función muy específica: llevar cabezas nucleares hasta el mero corazón del rival.
Así pues, Estados Unidos tenía que ponerse las pilas y contrarrestar la superioridad soviética. El problema es que, para variar y no perder la costumbre, había distintas ramas de las Fuerzas Armadas y otras agencias del Gobierno que tenían, cada una, su propio programa de cohetería y actividades afines. Había que unificar criterios, planes y proyectos. Así fue como nació la NASA, a los cuatro meses de que los blip-blips del Sputnik les pusieran los pelos de punta.
Tres años después de su nacimiento, John F. Kennedy embarcó gacho a la NASA en la consecución de un objetivo sumamente audaz: poner un hombre en la Luna y regresarlo a salvo antes de que acabara la década de los sesenta. Ahí fue cuando la NASA mostró de qué era capaz. Gracias a uno de los programas científicos y tecnológicos más caros, ingeniosos e innovadores de la historia, el Proyecto Apolo cumplió la promesa de Kennedy, poco más de cinco meses antes de que llegara 1970.
Ése y otros triunfos cimentaron la reputación de la NASA como semillero de cerebritos y de ser una organización respetable y eficiente. Lo que pocos pudieron ver era que, gastado su potencial propagandístico, luego vendrían los recortes de presupuesto y el cabildeo de los grandes conglomerados para enlodar y complicar todo. Un ejemplo perfecto de los problemas de la NASA después del Apolo XVII fue las pésimas decisiones tomadas con respecto al proyecto del Transbordador Espacial, un vehículo carísimo, ineficiente y totalmente indigno de confianza. Ello lo prueba lo que resta de esa flota: de los cinco que tenía, de los cinco que tenía, ya nomás me quedan tres, tres, tres (Endeavour, Atlantis y Discovery; el Challenger y el Columbia: RIP).
Total, que la NASA debe hacer un examen de autocrítica, y poner sus miras en objetivos elevados pero realizables… y recuperar el espíritu de pionero y de excelencia que tanta fama le diera a lo largo de muchos de esos cincuenta años.