Leer y escuchar las noticias, para el ciudadano común resulta angustioso y demoledor. La repetición y agravamiento de sucesos, claramente producto de largas corruptelas gubernamentales para la conservación de grupos de poder frente a un pueblo desarmado en todos los sentidos, van aproximando a éste, cada vez más, a una pasmada y pasmosa esclavización.
Cito a continuación lo que expresó Juan Jacobo Rousseau, en el Siglo XVIII, en su estudio El Contrato Social, a propósito del derecho del más fuerte:
“El más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De allí el derecho del más fuerte, tomado únicamente en apariencia y realmente establecido en principio. ¿Pero nunca se nos explicaría esta palabra? La fuerza es una potencia física, y no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad, cuando más de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser un deber?
Supongamos por un momento este pretendido derecho: yo afirmo que resulta de él un galimatías inexplicable, porque si la fuerza constituye el derecho, como el efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera, modificará el derecho. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre la razón, no se trata más que procurar serlo. ¿Qué es pues un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación no existe. Resulta por consiguiente, que la palabra derecho no añade nada a la fuerza ni significa nada en absoluto … Convengamos, pues, en que la fuerza no hace el derecho y en que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos.
“… El orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones”. (Obviamente entre gobernados y gobernantes para el resguardo y beneficio de la sociedad civil, donde ésta es fundamental).
Que por respeto a lo convenido se establezca el Estado de Derecho, y no por la violencia propia del poderoso, hace la diferencia. Cuando de la Constitución General de la República y las leyes y reglamentos emana la justicia y la equidad, los pueblos están anuentes a cumplir sus derechos y obligaciones; cuando hay impunidad, o sea inobservancia de lo convenido sin castigo, el grupo social no se siente obligado mÁs que por la fuerza que los favorecidos ejercen en él. Ya no existe, pues, el Estado de Derecho y comienza la anarquía y la corrupción generalizada.
“Decir que un hombre se da a otro gratuitamente, es afirmar una cosa absurda e inconcebible: tal acto sería ilegítimo y nulo, por la razón única de que el que la lleva a cabo no está en su estado normal. Decir otro tanto de un país, es suponer un pueblo de locos y la locura no hace derecho … un hombre que se hace esclavo de otro, no cede su libertad; la vende, cuando menos, por su subsistencia; pero un pruebo ¿por qué se vende? ¿Los súbditos ceden, pues, sus personas a condición de que les quiten también su libertad? No sé qué les queda por conservar”.
Vemos en nuestro querido país, cómo muchos poderosos, civiles o políticos nepotistas y compadreros no se sacian de cobijar sus robos y arbitrariedades a la nación a la que pertenecen, posibilitando así sus “fortunas”, sus “cargos” y según ellos su “buena fama” a pesar de su connivencia con el capital, generalmente mal habido, hecho del que están conscientes.
Sí no fuera suficiente destruir la sanidad del tejido social, devastan también el capital natural y el cultural de la República. Se falsea, de arriba abajo, que a nosotros –será por ser mexicanos-, el infortunio “nos hace lo que el aire a Juárez”, error garrafal; somos presas del miedo, la desconfianza, la incertidumbre, ellos nos circundan y obnubilan, pero al parecer nos place más estar ciegos: nos sometemos al doloroso aprendizaje de caminar en la oscuridad: ¿para siempre?
Entre más enajenados y empobrecidos estemos, más lo estaremos de algún amo implacable. No llamemos Patria, ni Estado de Derecho, ni Democracia a algo que no hemos sabido conformar ni exigir con denuedo. Sin piso, sin habla, sin concierto comunitarios, tampoco se dan “los cuates”, los “hermanos”, los “compadres”, ni siquiera los hijos a quienes estamos legando el egoísmo, la avidez de riquezas materiales y la ceguera. Ojalá que no llegue el día en que la naturaleza marque un colapso general, del que ya hay múltiples indicios, en lugar de que tal catástrofe haya sido evitada por la sabiduría existente en aquellos seres humanos, comparativamente escasos, que prefieren morir de pie a vivir de rodillas.