EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

La protesta de los perros

Gilberto Serna

Llegar a ser presidente del país más poderoso de la Tierra, no compensa una demostración de desprecio tan hostil. En imágenes que le dieron la vuelta al mundo, varios sentimientos encontrados se apoderaron de la humanidad que contempló cuando un periodista iraquí, como si fuera el mismísimo Joe Montana, quarterback de futbol americano, le arrojó un zapato que, por un pelito de rana, no dio en el físico de George W. Bush, pues avisado por su agresor al gritarle: “este es un regalo de los iraquíes, es un beso de despedida, perro”, evitó el estropicio con gran agilidad, haciendo un movimiento que frustró el ataque, lo que no impidió que aquél lo volviera a intentar con otro zapato que pasó zumbando a escasos centímetros de su cabeza. Es un hecho repudiable en que un gobernante huésped se vea agredido en una visita oficial en que debió de guardarse la consideración que merece un Jefe de Estado. En realidad visto desapasionadamente el hecho, si hubiera golpeado en cualquier parte de su cuerpo es posible que le hubiera producido un hematoma de poca consideración, una nimiedad. Hubiera constituido una leve ofensa, que lo es aun cuando los proyectiles no hayan dado en el blanco.

Debió pensar Bush, ¡uff! qué bueno se trató de zapatos y no de bombas asesinas de las que en racimos les hemos dejado caer encima a los habitantes de Bagdad. El que arrojó su calzado es un periodista de un canal de televisión, el cual ejerce su oficio en Bagdad. Tiene 29 años y lleva por nombre Muntazer al Ziadi. Fue sometido por los guardias de seguridad que lo inmovilizaron mientras Bush se jactaba con una media sonrisa nerviosa de cómo pudo escabullir el bulto demostrando excelentes reflejos.

Estaba ahí, como todo asesino que se respete, había regresado al lugar en que cometió sus crímenes, para mostrar que su presencia es bien acogida por los familiares que no se cansan de llorar a sus parientes, víctimas de la codicia por el oro negro. Una muchedumbre de seres que se mueven en el inframundo se hallaban en la audiencia, ancianos, mujeres y niños mutilados. Lo detestan, pero no lo odian. Lo maldicen tomando al cielo como testigo, le tienen aversión, les repugna, lo aborrecen, pero dejan en manos del Creador el castigo a que se ha hecho merecedor.

El mundo jamás había escuchado tan estruendosos aullidos de la comunidad de perros que desde tiempos prehistóricos se juntaron a los humanos, realizando diversos oficios en su beneficio. Desde el guardián sujeto a una cadena, a la intemperie, en las afueras de una finca cuidando que no se acerquen los extraños, ladrando en señal de alarma al escuchar en la oscuridad de la noche algún ruido por leve que sea. Mueve la cola si se aproxima algún conocido en demostración de afecto. Los más fuertes, apretando las quijadas, convocaban a una reunión cumbre, visiblemente molestos por el gesto iraquí de llamar perro a Bush. No se merecía ese apelativo a pesar de que era quien había sembrado muerte y destrucción. Los perros no son así. No atacan a menos que su amo se vea en peligro. La violencia sin otro objetivo que no sea ése, está fuera de sus mentes perrunas. Jamás se les ha ocurrido la idea de viajar por el aire dejando caer bombas en racimo sobre la población. Un perro que se precie de serlo jamás miente, siempre ladra con la verdad. Es por eso que el periodista iraquí no debió llamar perro a Bush, los perros se sienten justamente lastimados en su orgullo.

Es increíble que en una estancia de poca dimensión pueda alguien tener el tiempo suficiente para levantarse de su asiento, gritar perro, sin que sea detenido no obstante que tuvo que descalzarse primero del pie derecho, luego del izquierdo. El presidente George W. Bush era hora que sin contemplaciones hubiera despedido a sus guardias, constituidos por hombres bien aleccionados, bien pagados, para responder ante sucesos imprevistos, que se quedaron cual si estuvieran tullidos, paralizados, con la baba saliéndoles por la boca.

Luego pasado el estupor que les causó el ver agredido a su jefe y que no había riego porque eran zapatos comunes y corrientes, entonces sí le cayeron encima con tal furia que lo dejaron para el arrastre, siendo que ya no era un peligro pues cuenta tan sólo con dos extremidades.

Más pareció un castigo que una reprensión. En fin, un par de zapatos bastó para dejar constancia del odio que alberga el pueblo de Irak hacia quien consideran su verdugo y para saber que los zapatos no solamente son útiles para caminar en las calles de Bagdad, sino también para emblematizar que un pueblo no ha sido derrotado del todo, mientras cuente con hombres cuyos pantalones luzcan bien ajustados.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 401943

elsiglo.mx