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La timidez democrática

Jesús Silva-Herzog Márquez

Una de las críticas más severas a la democracia liberal es su aversión a decidir: carrusel de discusiones que da vueltas sobre sí misma. Talentosa para organizar debates, seminarios y foros, la democracia es tímida cuando se acerca el momento de decidir. Su vigor suele estar en otro lado: en el impulso de la crítica, en el desplante de la denuncia, en el esgrima de la polémica. Han apuntado los críticos de la democracia liberal que el enjambre de intereses que se intersectan tiende a tejer una coalición para que nadie decida por sí mismo, para que poco se mueva. Como régimen político no está adherido a ninguna idea, a ningún proyecto, a ninguna noción de verdad. Esa es la gran mutación simbólica de la que hablaba el filósofo francés Claude Lefort: la democracia debe entenderse como un lugar vacío donde el poder ha dejado de estar en el cuerpo de una persona, en las páginas de un libro o en la cápsula de algún recuerdo. En democracia no hay valor que no sea discutible, no hay idea incuestionable, no hay texto sagrado. De ahí la incertidumbre radical del régimen y de ahí también la dificultad para transformar cualquier propuesta en decisión.

En un régimen democrático la decisión obedece al más modesto principio político: la aritmética. No es consecuencia de la verdad, ni de la justicia. No se decide porque algo sea intrínsecamente cierto o naturalmente justo. La decisión tampoco es, como para los tradicionalistas, prescripción de la historia. No se decide porque la política tenga el deber de honrar la memoria del pasado y el sacrificio de los muertos. Tampoco se decide porque el futuro haya enviado algún representante equipado con un manual imperativo. Entre distintas visiones de la historia, entre las muchas ideas de lo conveniente, se abre paso la decisión con el único título de la adición. El proceso aritmético, por supuesto, se instituye dentro de un complejo mundo de derechos y procedimientos. La suma democrática no existe en el vacío: reclama debate, deliberación, respeto a las garantías de cada quien, juego de órganos e instituciones. Pero tras los ejercicios, habrá que emprender la suma.

Tenemos pavor a la aritmética. A la vacilación del pluralismo se agrega una sensibilidad romántica. Algunos creen que las sumas hieren a la nación porque abren un cuerpo histórico en entidades enemigas. No hagamos números, contémonos cuentos. Antes que sumar, los románticos prefieren contar historias o repasar mitos. Esa es la ventaja de la narrativa frente al cálculo: la memoria esculpe un cuerpo común con una misión magnífica. La adición, en cambio, es una fría medición que separa. 51% de un lado; 49% del otro. Ese miedo a los números, ese temor a abrir una hendidura entre mayorías y minorías habla de la persistente cultura romántica en la política mexicana. La nación vista como una entidad mística que debe rendir culto a su pasado y evitar a toda costa la división que imponen las mediciones. Con estos anteojos, la decisión de las instituciones no puede ser vista como puesta en marcha de una política pública que puede tener errores o aciertos, sino como una desgarradura de la delicadísima membrana nacional. Si la decisión no ha sido bendecida con la aquiescencia de todos, la nación se romperá. Consenso es el nombre de ese culto romántico. Consenso es también la coartada del inmovilismo.

Por ello tendrán tanto éxito los estridentes, quienes desde los populismos de derecha o de izquierda dicen que el país está a punto de la ruptura. El romanticismo antidemocrático grita que el país se está rompiendo. Tenemos por eso el foco de alarma siempre prendido. En cada temporada, ante cada decisión, todos los días se nos dice que la catástrofe llega mañana temprano. Pero la catástrofe que vaticinan es, en cada amago, la decisión del otro. Esa ha sido la cantaleta de los últimos años: si ganan los otros morirá la democracia; si negocian con los malos llegará la catástrofe; si perdemos nosotros, será el desastre que aniquilará al país. Por eso, cuando se siente incapaz de imponer su leyenda, el romanticismo antidemocrático exige que nada se haga. Si no soy yo quien decide, que nadie dé un paso. Así, el máximo orgullo de la acción política contemporánea es bloquear la decisión, no impulsarla o reorientarla: boicotearla.

Advierto que creo que los alarmistas tienen razón: el país se encuentra ante riesgos gravísimos. Incapaz de solucionar sus problemas ancestrales, bañado en sangre y estancado, México vive horas dramáticas. Pero el gran riesgo, la verdadera amenaza es que las cosas sigan como están, que se perpetúe esta portentosa coalición de indecisos que, desde hace una década, nos “gobierna”. La democracia exige diálogo, discusión, legalidad. Pero se sostiene también en la decisión. Si el nuevo régimen es incapaz de terminar la polémica con una decisión, estará incumpliendo uno de sus deberes esenciales. La tolerancia es la generosidad de la democracia. La decisión es su valentía.

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