In Memoriam de Carlitos Canales Cobo,
Hijo, esposo, padre, amigo, hombre excelente.
Lamento profundamente que los Empacadores de Green Bay no hayan alcanzado a jugar el Super Tazón este año. Ello tiene que ver con varias razones, algunas de ellas más bien sentimentalonas: por ejemplo, nos hubiera gustado observar por última vez a un veterano guerrero de las canchas, el mariscal de campo Brett Favre, quien a sus 38 años sigue siendo no sólo muy certero, sino que juega con la alegría y la naturalidad de un chiquillo lleno de barros haciendo sus pininos. Para Favre cualquier juego, así estuvieran en la línea millones de dólares y numerosas reputaciones, era un tochito. Con uniformes y una cancha mejor que el terreno baldío de la colonia, pero era un tochito. Verlo jugar con ese gusto y gozo infantiles, en una época de prima donas y dizque atletas que pasan a la lista de lesionados porque les picó un moyote, era una delicia. Lo vamos a extrañar (dudo que regrese la temporada que entra… pero con él nunca se sabe).
Pero más que nada lamento la ausencia de Green Bay por su afición… la cual, después de todo, es la única que puede decir que el equipo es suyo. La franquicia de ese helado rincón de los Estados Unidos es de propiedad pública, con varios miles de socios, entre los que se cuentan desde millonarios hasta obreros. Así pues, ahí lo del “sentido de pertenencia” llega a niveles inauditos, porque va en serio: el equipo sí le pertenece a quienes desafían las bárbaras temperaturas bajo cero para ver (o intentar ver, cuando hay nevada) a su equipo en la tundra helada del Campo Lambeau.
De lo cual, supongo, se derivan algunos comportamientos francamente delirantes. En una novela de John Irving un personaje se debate entre ir al funeral de su marido o a un juego de los Packers. El dilema es perfectamente creíble porque el personaje es de Wisconsin: la verdad, conociéndolos, no suena para nada inverosímil. Además, ¿quién en su sano juicio se pone sombreros plásticos en forma de rebanadas de queso para mostrar su afición? Digo, si de repente agitar una toalla cual matraca se siente levemente ridículo, ¿qué coraza afectiva hay que tener para portar sin empacho esos adminículos?
Las entradas a los juegos de los Empacadores están agotadas con años de anticipación. Y quienes son socios se cuidan mucho de ver a quién le heredan sus lugares. De hecho, se les recomienda que hagan testamento con tiempo, no vaya a ser que, al morir, sus descendientes se acuchillen por el privilegio de sentarse detrás de los postes a ver perder a su equipo soportando temperaturas de 32 grados centígrados bajo cero. Ah, y con ventisca. De hecho, hay quienes chantajean a toda su parentela durante décadas, fintando que el boleto irá para el sobrino Fulano, y luego dejando entrever que a lo mejor le toca al primo Perengano. Y claro, mientras tanto, a Fulano y Perengano los explotan bien y bonito. Como hay quienes ya tienen estipulado que el boleto le corresponderá a su primer nieto varón. Y ya se imaginarán cómo le ponen ganas al asunto los hijos, con tal de atinarle cuanto antes al premio mayor.
Antes de un juego, la nieve es barrida de los asientos del estadio por un ejército de voluntarios, que reciben ocho dólares por el privilegio de arriesgarse a la amputación de un par de dedos gangrenados por el frío. La cola se forma horas antes de que se seleccione a los afortunados (que sólo pueden ser trescientos, por cuestión de logística). Más aún, luego de la selección hay quienes siguen haciendo cola por si alguno de los voluntarios se raja. ¿Y cuál es el chiste, se preguntarán ustedes, de quitar la nieve de los asientos? Que, por las restricciones antes mencionadas, ésa es la única forma que mucha gente tiene de entrar y pisar el Campo Lambeau. Como no pueden asistir a ningún juego, ni tienen la menor esperanza de lograrlo en esta reencarnación, al menos así se dan el gusto de deambular por esos gélidos y gloriosos escalones.
Los aficionados de Green Bay son realmente extremistas. El fin de semana pasado jugaron en casa contra los Gigantes de Nueva York, conducidos éstos por la errática mano de Eli Manning. Alguien obtuvo el dato de que el programa favorito de éste era la serie “Seinfeld”. La emisora local de la cadena Fox anunció que esos días ¡no transmitiría el programa!, nada más para privar al odiado rival de treinta minutos de relax. Claro, eso no impidió que el mismísimo Jerry Seinfeld (un neoyorkino químicamente puro si los hay) le regalara a Manning unos DVD’s de la serie, para vencer el boicot de la Bahía Verde.
También hace unos días, la Policía acudió al llamado de una angustiada mujer, que acusaba a su marido de maltrato infantil. Resulta que el pater familias le regaló a su hijo un jersey de los Empacadores. El chiquillo socarrón se rehusó a ponérselo, alegando que era fan de los Vikingos, de los Osos o alguna blasfemia por el estilo. El papá le dijo que no anduviera jugando con cosas sagradas. Los padres de familia sabemos lo que ocurre en esos casos: el infante se encaprichó todavía más. Entonces el sabio hombre procedió a embutirle al crío la camiseta, y pegársela con cinta para ducto (de esa gris que pega con tubo), para que así no pudiera quitársela. Hubo de intervenir las Fuerzas del Orden para despojar al mocoso de tan forzada vestimenta. No sé si se hizo encuesta, pero estoy seguro que una mayoría de la población aprobó tan severo e intensivo curso en cómo tomarse en serio los colores verde y amarillo.
A propósito: en su maravilloso libro “Dios es redondo”, Juan Villoro narra las vicisitudes por las que ha de pasar debido a una excentricidad esotérica: es aficionado del Necaxa. Villoro hace una sesuda reflexión sobre cómo fue que le nació una tendencia tan extraña (todos le iban al Necaxa en la cuadra cuando era niño) y lo que ello implica a nivel filosófico, teleológico y hasta metafísico. Ser aficionado de a de veras, puede resultar una elección de vida y tener una trascendencia casi mística. Especialmente si esa opción es por un equipo perennemente desangelado, como es el caso del buen Juan.
De hecho, el ser aficionado de hueso colorado a un equipo en específico da una cierta medida de qué se puede esperar de esa persona. Hace tiempo unos ex alumnos míos me dijeron que tenían un maestro que le iba a los Leones de Detroit. Pregunté alarmado si el mentor era de Michigan, había estudiado ahí, tenía parientes en la zona. No, simplemente era fan de los Leones. Les recomendé que se dieran de baja, le contaran el asunto a quien más confianza le tuvieran y no se acercaran a ese profesor el resto de su vida: ¿Qué enfermedad mental, qué padecimiento psiquiátrico aqueja a quien, sin razón de peso alguna, le va a ese equipo por siempre salado? Tengo la sospecha de que salvé a mis ex alumnos de un asesino serial.
Total, que mucho del encanto, el espíritu y hasta el carisma de ciertos equipos radica más en sus aficionados que en sus jugadores. Por supuesto, existe una cierta simbiosis, de manera que es imposible decir qué fue primero, si el huevo o la gallina, las locuras de los fans o la idiosincrasia del equipo. Pero hay franquicias que tienen la afición que merecen… como hay otras que, la verdad, se sacan la lotería sin comprar boleto. Pregúntenle a los esforzados Cementeros del Cruz Azul. La afición que los acompaña es el grupo de masoquistas más resistente que se pueda hallar en Occidente…
Consejo no pedido para ser Socio Privilegiado del Club Deportivo Chiringuito: Lea el susodicho “Dios es redondo”, uno de los mejores libros sobre futbol soccer y sus profundas implicaciones que se pueda encontrar. Provecho.
PD: Estoy seguro que estas anécdotas hubieran divertido horrores a Carlitos. Lamento no habérselas contado. Van desde aquí, mi Charlie.
Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx