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Las cuentas de López Obrador

SOBREAVISO

RENÉ DELGADO

Para José Zamarripa.

Tan dado a exigir cuentas a propios y adversarios, esta vez el propio Andrés Manuel López Obrador debe rendir cuentas de su actuación. No le haría daño, así fuera por una vez, ofrecer lo que siempre exige; dejar la crítica para ejercer la autocrítica; revisar si no es víctima ya de su propio liderazgo y de la doble moral que tanto repudia.

Importa ese ejercicio porque si, como él mismo dice, son tiempos de definiciones, es hora de conocer la suya: si quiere o no hacer política; si cree o no en los partidos, empezando por el suyo; si reconoce la democracia –con todo lo que implica: victorias y derrotas, negociaciones desde luego– como el cuadrilátero de sus aspiraciones; y si pretende o no convertir en verdadera opción a su movimiento.

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Resulta admirable ver cómo militantes, intelectuales, escritores, economistas, diplomáticos, abogados, políticos de primer nivel, hombres y mujeres, una y otra vez, se la juegan con el tabasqueño. Mucho más de uno ha puesto vida, prestigio y trayectoria, tiempo, conocimiento, compromiso. Algo o mucho de sacrificio. Y, francamente, en estos días donde no faltan quienes justifican su oportunismo en el pragmatismo, los que han apoyado a Andrés Manuel han recibido una muy pobre respuesta del dirigente tabasqueño que, por momentos, hace pensar que en la consolidación de su indudable liderazgo popular, a veces, confunde la humildad con la vanidad.

Desde luego, entre ese grupo de profesionales hay quienes han hecho del movimiento lopezobradorista una suerte de religión y, desde esa perspectiva, ven a su guía como un sacerdote. Puede, sí, criticarse esa suerte de dogmatismo incapaz de acotar a su líder, pero no puede sino reconocerse y admirarse la fuerza de convicción donde amparan su entrega y cómo, teniendo una baraja de opciones políticas y profesionales, ahí están firmes, animando y sosteniendo el movimiento a costa frecuentemente de ellos mismos.

Hay también quienes se acercan y alejan del movimiento porque, en el fondo, no tienen otro espacio donde poner en juego sus convicciones ni instrumento para participar en eso que, a fin de cuentas, es el destino del país. Ellos se han comprometido con ésta o aquella otra causa abanderada por Andrés Manuel y han resistido más de una vez una lluvia de descalificaciones o incluso de amenazas, explícitas o implícitas, por apoyarlo y –como los primeros– tampoco se han arredrado.

A ellos, sin embargo, como coloquialmente se dice, López Obrador más de una vez los ha dejado colgados de la brocha.

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Criticar a López Obrador en una atmósfera tan polarizada como la prevaleciente, no es sencillo.

El menor error del tabasqueño se convierte en ocasión de la derecha para vituperarlo y cebarse en su contra pero, aun a riesgo de verse revolcado por esa ola, es preciso no exentarlo de la crítica. Renunciar a ella y colocarlo en una campana de cristal blindado sería tanto como hacerse de la vista gorda frente a una cierta impunidad que, a la postre, en nada contribuye al desarrollo de fuerzas políticas acotadas por su organización y mucho menos al desarrollo de la democracia.

No se le puede negar al tabasqueño su importantísimo rol en el acotamiento de la propuesta de reforma petrolera, originalmente hecha por el jefe del Ejecutivo. Reconocido está ese hecho, pero hoy, Andrés Manuel López Obrador debe rendir cuentas del último giro de su actuación. El súbito cambio en su actitud frente a la reforma petrolera, como tiempo atrás su decisión de erigirse como “presidente legítimo” en vez de asumir la coordinación del movimiento que encabeza, exigen una reflexión del sentido y dirección última de su actuación.

Puede echar mano del socorrido argumento de que todo lo consulta en asambleas populares y que él manda obedeciendo. En el discurso populista, suena bien el recurso retórico. Sin embargo, el ejercicio responsable de un liderazgo y la aplicación de su fuerza no se resuelve con el ardid propio de los escapistas que, a final de cuentas, evaden el compromiso implícito en las decisiones personales.

Las consultas populares no pueden ser la puerta de emergencia de las indecisiones personales.

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Todo ejercicio del poder, en un marco democrático, tiene por deber rendir cuentas.

Andrés Manuel López Obrador ejerce poder, quizá, no donde quisiera, pero ejerce poder y, por lo mismo, no puede estar exento de la obligación –al menos con los suyos– de responder por aquello que hace o deja de hacer. Estar en la Oposición no supone el privilegio de practicar derechos sin obligaciones, menos cuando esa Oposición tiene un peso y una fuerza considerable. Evadir o eludir esas obligaciones supone renunciar al campo democrático, donde López Obrador presume actuar.

Se dice con frecuencia que el país requiere de una izquierda fuerte e inteligente, sin embargo, el país cuenta con una izquierda fuerte e inteligente, pero no democrática. Una izquierda capaz de reconocer y debatir en serio sus aciertos y sus errores, sus derrotas y sus victorias, sus fortalezas y sus debilidades, capaz de reconocer el límite y el horizonte de su actuación en los linderos de la legalidad.

Los dirigentes de izquierda que, en los últimos 20 años, han destacado –Cuauhtémoc Cárdenas, Marcos y Andrés Manuel López Obrador– han hecho grandes aportaciones al desarrollo político, social y económico del país, pero no han tenido la grandeza de reconocer, por absurdo que parezca, sus victorias. Éstas les producen urticaria y, entonces, renuncian a ellas sin ni siquiera importarles la gente que hay detrás de ellas. Y, luego, con enorme facilidad endosan la factura de su frustración... al partido, a la estructura electoral, a la sociedad que, en su lógica, no hizo la parte que le correspondía siendo que tan bien hicieron ellos la suya.

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En vez de emprender una nueva hazaña mucho más compleja que la coronada con su triunfo, Andrés Manuel López Obrador parece solazarse en repetir la anterior aunque ésta ya no le resulte.

¡Cómo va a tomar el riesgo de estar de acuerdo con lo logrado, si ello supone que a fin de cuentas participa en las instituciones que mandó al diablo! ¡Qué van a decir sus seguidores si, en la práctica política, parece ceder un ápice en el reconocimiento de la Administración instalada en el Gobierno! ¡Cómo va exponer a la intemperie política la moral tan bien resguardada en la Oposición contestataria! ¿Ésa es la talla y la altura del mayor dirigente social de la década?

Por eso se requiere la definición de Andrés Manuel López Obrador. Porque, en el fondo, por pacífica que sea su resistencia, en ella hay gente que, en un resbalón o en un error propio o ajeno, puede quedar expuesta a la violencia. Y, desde luego, ante esa tragedia podrá echarse mano del recurso de la feroz represión, pero ésta, como el tango, requiere de dos.

El discurso del miércoles 15 de octubre no empata con la consulta popular de ocho días después. Lejos de fincar en lo alcanzado el impulso para la defensa de la economía popular, López Obrador renuncia a su victoria.

De victoria en victoria negada, propone ir a la derrota final... sin importarle el sacrificio, la entrega ni el compromiso de quienes lo respaldan y miran con azoro si no hay algo de traición en ello. Correo electrónico: sobreaviso@latinmail.com

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