Por fin México dio el temido paso. No fue fácil. La posición de extremo nacionalismo fundamentalista había planteado una interpretación cerrada que de aceptarse congelaría al país en su actual estancamiento de exploración, explotación y procesado de sus hidrocarburos.
La excéntrica obstinación de Andrés Manuel López Obrador descartaba el que, de hecho, ya venía operando un modus vivendi de colaboración contractual entre Pemex y empresas privadas, no sólo nacionales sino también extranjeras como Schlumberger o Haliburton, que desde años vienen realizando operaciones de perforación y extracción de petróleo sin perjudicar los derechos e intereses de la nación. Con Shell se da la paradójica participación accionaria en una refinería en Texas.
La terquedad del líder del FAP ha servido, aunque nunca él lo pensó así, para poner a prueba la firmeza, igualmente inesperada, de nuestras dos Cámaras legislativas. Una vez alcanzados los acuerdos que superaron la complejidad del tema, después de las largas consultas que se desenvolvieron en el patio central del Palacio de Xicoténcatl, ellas se mantuvieron firmes en su determinación de no variar las decisiones que habían tomado en las comisiones legislativas.
Al último momento todavía hubo un conato de alteración de los términos del dictamen del Senado sobre la Ley de Pemex. De haberse aceptado, se habría abierto una repentina puerta a la privatización, burlando el delicado tinglado de entendidos que había hecho posible los consensos legislativos.
Detectada la maniobra se desechó, justo unos cuantos minutos antes del inicio de la sesión de la Cámara de Diputados. La aprobación en serie de los siete dictámenes fluyó por amplias mayorías ante los ojos del pequeño grupo de legisladores que había ocupado la Tribuna. La vasta mayoría de diputados, todos ellos legítimos representantes del pueblo, había expresado la voluntad de éste de ir abriendo al país a nuevas etapas de vida económica y social.
El muy prolongado proceso de aprobación de las nuevas estructuras petroleras que se habían intentado desde hace varios sexenios, confirmó a la ciudadanía que el Congreso es el verdadero centro de decisiones políticas. Esto es consecuencia de otro avance que el país ha dado, el de instaurar un sistema electoral que abolió el largo capítulo de “democracia” centralmente dirigida, abriendo a la ciudadanía su poder de designar a sus legisladores legítimos.
Nadie puede negar ahora que las dos Cámaras estén integradas por verdaderos representantes populares conforme a reglas electorales que costaron muchas luchas cívicas. Su legitimidad no está sujeta a duda alguna. Está reforzada por la presencia de hasta los mismos sectores políticos aferrados en cuestionar la del presidente Felipe Calderón.
La autoridad de los legisladores no tiene vuelta de hoja. Son ellos los que se han echado sobre sí la responsabilidad de las históricas reformas que comentamos. Al hacerlo, y al respetar a ultranza la Constitución Política que nos rige, ninguno traicionó su protesta de defenderla y hacer guardar sus términos.
Al decir lo anterior, también es claro que los alcances de las reformas en materia petrolera pudieran haber sido mayores para presentar al país horizontes más extensos en el desarrollo de este recurso. El director de Pemex, Jesús Reyes Heroles, afirma que la reforma se quedó corta respecto a lo que se había deseado, sin que ello signifique que haya sido chica. “Pemex, dijo, sigue teniendo una restricción fundamental, que es que para todo propósito práctico no se puede asociar con nadie para poder hacer las actividades que le son centrales en su responsabilidad. Ninguna empresa petrolera nacional en el mundo tiene una restricción tan fuerte como ésa... Pemex, pues, tendrá que limitarse a seguir contratando servicios de otras empresas aunque ciertamente en condiciones más competitivas y más actuales, más contemporáneas que las que están vigentes hasta este momento”, añadió el director.
La asociación de Pemex con empresas privadas como se realiza en la industria, incluso la estatal de todo el mundo, debidamente supervisada con criterios nacionalistas, habría dotado a nuestra empresa de la libertad que requiere para enfrentar las crisis por resolver, empezando por la severa caída en volúmenes de producción y de reservas probadas. Otras son la urgencia de procesar el petróleo para surtir la demanda interna de gasolinas y de materias primas industriales, abaratando estas últimas y reduciendo costosas importaciones.
La cuestión sindical en Pemex no se menciona, ni remotamente, en las reformas. Todos sabemos que sus trabajadores son una élite privilegiada muy lejos de representar en sus derechos al pueblo que es, supuestamente, el dueño del petróleo. Pero es comprensible que la depuración sindical ya quedara más allá por el momento del emproblemado empeño del Gobierno de Calderón por modernizar la industria petrolera.
Un nuevo Pemex, pues, se presenta al escenario mundial de intensa competencia técnica y financiera con un brazo atado a la espalda, baldado por las limitantes que le impusieron unos cuantos que se dicen de izquierda. Es este grupo el que traicionó el interés básico de fortalecer la empresa de Estado más importante del país para que aprovechara plenamente su potencial de generar empleos en cientos de industrias y de contribuir sustancialmente a corregir nuestro déficit comercial.
La reforma que aprobaron los legisladores fue tan lejos como fue posible en las circunstancias del momento.
Los críticos modernizadores que deploran que no llegara más lejos no parecen darse cuenta de esta simplísima realidad. A su vez, los de la izquierda exagerada, los que impidieron que la reforma fuese más amplia y que tildan la lograda de traición, pagarán en las urnas su dañina obstinación.
Será inútil la amenaza que lanza Andrés Manuel López Obrador de intentar obstaculizar contrato por contrato los aún limitados avances que el Congreso le autorizó a Pemex.
Su pertinaz oposición no detendrá el proceso de superación con que, desde ahora, se echa a andar una marcha sin retrocesos.
Coyoacán, octubre 2008.
juliofelipefaesler@yahoo.com