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Las doce uvas

Gilberto Serna

Un año más, un año menos, dependiendo de la óptica con que vea. Han transcurrido una sucesión de momentos que se han ido yendo casi sin darnos cuenta si no fuera por que al mirar distraídamente nuestros rostros en un espejo nos enteramos que, en el transcurso de los días, los hilos de plata en nuestras cabezas están ganando la batalla. Aunque bien visto ¿qué es un año? En ocasiones un año es una eternidad. Mucho depende de las alegrías o de las tristezas, de la prosperidad o la adversidad, de los sufrimientos o las exultaciones en que hayamos caído. En veces un año es un relámpago que no deja en nuestros sentidos otra cosa que una alucinación. En otras, los segundos pasan con una lentitud desesperante, que hacen de cada una de las horas una eternidad. Sin duda es un estado de ánimo, pues el tiempo es el mismo en un caso y otro. Durante 365 días la tierra da una vuelta por los espacios siderales alrededor de la estrella que nos calienta. En realidad el tiempo no existe, ¡oh! decepción nos dicen los estudiosos del tema. ¿Lo habremos inventado nosotros para saber en qué instante acostarnos y en qué momento levantarnos? o ¿cuándo desayunar o cuándo cenar? Nada nos indicaría que los años se han ido, si no fuera por los recuerdos que se fueron, dejando hondas cicatrices en nuestra memoria.

Poco a poco se ha ido extendiendo la costumbre de acudir al reloj de cuerda para escuchar las doce campanadas que indican la hora que es, los últimos instantes de un año que termina. Somos seres que imitamos lo que en otras latitudes se hace. Carecemos de iniciativa para lograr cosas novedosas. Es mucha la flojera mental por lo que nos dejamos llevar por costumbres ajenas que tienen mucho de esoterismo. Aunque haya quienes digan que no hay nada nuevo bajo el Sol, nos falta imaginación para recibir el año como no sea a balazos. Tiramos del gatillo como si fuera un enemigo que a punto está de aterrizar en una desconocida nave aérea, sacamos las armas apuntando al espacio, atronando como si fuésemos a parar una carga de caballería. No se nos ocurre otra manera que gastar la pólvora para ahuyentar al enemigo invisible que se aproxima aprovechando la oscuridad. Hay en ello un salvaje fetichismo en que las armas se convierten en una especie de sortilegio mediante cuya participación espantarás los fantasmas que atosigan a la humanidad entera. El de la inseguridad, el del hambre, el del desempleo, el de las enfermedades, etcétera. El tiempo se acerca, pero tiene que salir a todo escape cuando escucha los silbidos de las balas, dejando en su lugar a las brujas y a los espectros hechos del hediondo légamo que existe en muchas almas. Los que se alegran con la llegada del Año Nuevo, en vez de ello, deberían enmudecer con sombría congoja, por los acontecimientos luctuosos que a diario leemos en la prensa.

Hay una época en que se siente que el mundo se hizo para que solamente tú lo disfrutes. Hay en un rinconcito de tu alma la profunda convicción de que eres único, que todo lo que te rodea lo resolvieron desde el principio de los tiempos los dioses del destino. Sientes que el mundo gira sólo a tu alrededor. Y de pronto te das cuenta de que eres falible, que no eres más que un trapo viejo y sucio que la humanidad tira en un rincón, considerando que la vejez es una edad inservible. Tu senectud es como el año que se acaba de ir, achacoso y mórbido, que nunca jamás volverá. Visto bien las cosas, deberíamos los humanos empezar al revés. Nacer viejos, con la sabiduría milenaria del que está enterado que vendrá la edad adulta, luego la juventud y al final la niñez. Es cierto, empezarías con dientes postizos, cuerpo caduco, un estómago incapaz de digerir, tus músculos atrofiados, tu vista desenfocada, tu cerebro entumecido, pero nadie te quitaría la experiencia que dan los años. Quizá nada más para eso sirvan los años.

En fin, el reloj nos anuncia con sus manecillas que han llegado las doce. Que un año se está yendo y se aproxima el siguiente.

Es un momento mágico. Son doce campanadas que asesinan impunemente al año que deja su lugar a uno nuevo. Es el instante en que siguiendo una añeja costumbre te apresuras a sacar las uvas para, a cada campanada, echarte una a la boca hasta consumir las doce, atrayendo la buena suerte, es la creencia, si logras acabarlas en el lapso que va de uno a doce tañidos que hace la campana de bronce al ser golpeada por el badajo. Es una ceremonia en que te buscas a ti mismo convencido de tu ignorancia al no saber quién eres, ni a qué viniste a este mundo, ni hacia dónde vas, refugiándote en los vestigios de una humanidad que siempre se lo ha preguntado, como el místico que va cayendo en lo hondo de un abismo sin saber a dónde va a parar, ni qué fuerzas misteriosas lo empujaron, ni si alguien atisba sus desesperados movimientos de brazos y piernas. Tratas de sacudirte el terror que en estos días de fin de año se apodera de ti, considerando que estás desprotegido ante tu propio destino, sin un rumbo definido, sujeto a los vaivenes de una vida sin principio.

Feliz y Próspero año 2009.

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