Cuando hablamos de los buenos profesores nos referimos a todos aquellos que reúnen una serie de atributos deseables que normalmente se convierten en un listado de aspiraciones a veces inalcanzables: que sepa su materia, que sepa enseñar, que sea empático, que maneje grupos, que sea líder, que haga gestión, que sea tutor, que investigue, que sepa organizar, etc., etc., etc..
Y es que tradicionalmente se ha centrado el interés en la formación de los docentes desde las estrategias para enseñar, sin privilegiar la necesidad de las estrategias para aprender, sobre todo a partir de reconocer la variabilidad cognitiva de los sujetos, es decir que todos los individuos aprendemos de manera diferente.
Esto no quiere decir que se aprecie un antagonismo entre enseñar y aprender pues ambas son caras de una misma moneda, ambos procesos son correlativos, inseparables uno del otro, son causa y efecto probables; se sabe que muchos aprendizajes, quizá los más importantes, se obtienen de la vida sin que haya mediado ningún tipo de enseñanza.
Ambos procesos (enseñanza y aprendizaje) son correlativos, pero no pueden confundirse el uno con el otro, pues el aprendizaje como tal ocurre al interior de cada sujeto que aprende, por lo que es subjetivo, aunque su domino pueda exteriorizarse eventualmente en palabras y acciones específicas, mientras que la enseñanza es una actividad intersubjetiva, o sea, es una interacción entre varios sujetos (al menos dos) sobre algún tema o material previamente seleccionado. Dicha selección es realizada por el profesor para suscitar actividad, conversación, acción o reflexión compartida, de la que se espera algún aprendizaje (Flores Ochoa, Rafael, Colombia 1997.)
El esperar y propiciar aprendizajes se convierte en el punto diferenciador entre dar clases y enseñar. Dar clases es simplemente tratar un tema o asunto sin importar si el estudiante asimila algún aprendizaje o presenta cambios, por ejemplo: la mayoría de las clases, desde secundaria hasta posgrado, por ser extremadamente disciplinarias, se preparan así.
Enseñar, en cambio, supone tomar intencionalmente decisiones sobre qué parte de los conocimientos de una disciplina o materia se enseñan, en qué momentos del desarrollo del educando es conveniente enseñar y de qué forma es preferible enseñar esos contenidos para que sean aprendidos.
Ahora bien, la responsabilidad de aprender es tanto del maestro como de los alumnos (y no sólo de los alumnos, como comúnmente se aprecia en la escuela), de ahí la importancia de establecer los criterios en la selección de las estrategias de enseñanza–aprendizaje.
Es importante puntualizar que no necesariamente se deben desechar las estrategias tradicionalmente utilizadas, o las que se tienen disponibles, lo que sí es fundamental es buscar permanentemente la creación de alternativas, cuando las disponibles son insuficientes o no pertinentes.
Una estrategia en sentido amplio encierra la idea de un esquema general a través del cual se obtiene información, se utiliza esa información y se evalúa la misma. Por tanto, actuar estratégicamente implica diagnosticar, trazar acciones para solucionar problemas derivados del diagnóstico y evaluar los resultados para redirigir las acciones.
Una estrategia de aprendizaje es “un proceso de toma de decisiones (consistentes e intencionales) en las cuales el alumno elige y recupera, de manera coordinada, los conocimientos que necesita para cumplimentar una determinada demanda, un objetivo, dependiendo de las características de la situación educativa en que se produce la acción”, (Monereo, Carlos, México 1998)
Para propiciar que los alumnos desarrollen estrategias de aprendizaje resulta importante tener en cuenta las características de cada situación concreta del PEA (proceso de enseñanza–aprendizaje) y tener claro que el alumno es capaz de emplearlas cuando es capaz de ajustar lo que piensa y lo que hace a las exigencias de una actividad o tarea encomendada. Esas exigencias parten de los objetivos específicos que se persiguen y de la función productiva o conjunto de actividades que llevarán a la consecución de esos objetivos.
Las estrategias se consideran como una guía de las acciones que hay que seguir, pero no impuestas desde afuera sino aunadas a un proceso de reflexión sobre cuándo y por qué es útil determinado procedimiento, sus ventajas y desventajas, etc. Para esto se impone que el propio alumno planifique su actuación, controle el proceso mientras resuelve la tarea y valore la manera en que ha llevado a cabo la misma (aspecto pocas veces planteado a los alumnos, para que ellos mismos intervengan en su aprendizaje).
Como puede verse ser estratégico no sólo está referido a cuestiones de planeación, sino que se trata de una constante toma de decisiones por parte del alumno (y por supuesto del profesor) que le permita ir comprendiendo lo que va haciendo. Una buena estrategia de aprendizaje debe transitar por preguntas como las siguientes: ¿Para qué es útil lo que voy a hacer?, ¿Con qué conocimientos cuento para hacerlo?, ¿Qué conocimiento voy a obtener?
La respuesta a estas preguntas no debe circunscribirse sólo a los conocimientos declarativos, o sea, aquellos que podemos memorizar y declarar, pero que tal vez no sepamos qué hacer con ellos, por lo que es necesario un conocimiento reflexivo. El conocimiento reflexivo es ya estratégico, toda vez que puede usarse en circunstancias y contextos diferentes.
De ahí que cualquier planeación estratégica debe transitar por la determinación de hacia dónde queremos ir y para qué, con qué fortalezas contamos, qué podemos concretar en niveles de ayuda, las acciones de ejecución o realización concreta, el análisis de los resultados, lo positivo y lo negativo de esos resultados, todo con la finalidad de reiniciar un proceso de gravitación sobre las debilidades para ir en la búsqueda de mejores resultados en nuestros alumnos.
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