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Las nuevas Torres de Babel

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Cuenta la Biblia (Génesis 11:1-9) que el hombre, ensoberbecido por su ingenio, su capacidad creativa y el exceso de mano de obra no afiliada a la CTM (Fidel Velázquez la andaba fundando en esos tiempos), quiso construir una torre que pudiera alcanzar el Cielo y ponerse a la altura de su Creador. Yahvé, Dios, la enconosa divinidad del Antiguo Testamento, se asustó ante semejante espíritu emprendedor, recelando que ello llevara a sus creaturas a perderle el respeto o (como a Zeus le iba a pasar por el metiche de Prometeo) de plano a ignorarlo. Para que ello no ocurriera y le siguieran haciendo sacrificios y temiendo sus arbitrariedades y bromas siniestras (“Eeehhh, ¡ése mi Abraham que se la creyó!”), se valió de una argucia muy astuta: hizo que se confundieran sus lenguas. El arquitecto, el contratista, cada miembro de cuadrilla y máistro-de-media-cuchara, empezaron a hablar idiomas diferentes. La construcción se convirtió en un despapaye, dado que nadie le entendía al de al lado, y acabó en desastre: los albañiles se fueron de braceros al otro lado del Éufrates, el arquitecto empacó su blusa rosa de olanes y buscó chamba en Micenas y el contratista, inaugurando una hermosa tradición que continúa hasta nuestros días, se clavó el presupuesto.

La historia de la Torre de Babel se puede interpretar de varias maneras: primero, que el hombre no debe intentar equipararse con Dios; segundo, es una buena explicación mítica del porqué de la diversidad de idiomas: la soberbia humana nos condenó a la incomprensión, a pedir direcciones por señas y a largas horas papando moscas en Harmonn Hall y la Alianza Francesa (aunque ahí había de repente cada nena…). Y tercero, que el aspirar a alturas cada vez más grandes resulta empresa azarosa y no siempre deseable… pero un anhelo recurrente entre las humanas creaturas, a quienes el simple piso no nos basta.

No es de extrañar que la mayoría de las grandes edificaciones religiosas haya aspirado a elevarse del suelo: de las Pirámides de Egipto a las catedrales góticas, pasando por los zigurats sumerios (que se supone inspiraron el mito de Babel, asombrando a un pueblo de pastores que no sabía edificar ni una casa de Infonavit), el impulso religioso ha tratado de levantarse hacia el infinito. La raza debe voltear hacia arriba para entrar en contacto con la divinidad y darse cuenta de su inmenso poder. Así funcionó la cosa durante milenios. Los edificios y estructuras más altas construidas por el hombre tenían funciones religiosas.

Pero llegó la modernidad, la secularización generalizada y el culto a la tecnología, y las aspiraciones humanas se fueron por otro rumbo. El que empezó a poner el mal ejemplo fue un tal Gustave Eiffel, cuando en 1889 erigió una enorme (poco más de 300 metros) estructura de hierro con el espiritual y elevadísimo propósito… de que la gente viera París a ojo de pájaro.

Que no fue sino una probadita de lo que estaba por venir. Las vigas de hierro que sirvieron de sostén a la Torre Eiffel (como pasó a ser llamada la estructura, que se suponía sería desguazada en unos años por horrenda y contaminante visual) también permitirían construir edificios cada vez más altos, que soportarían pesos antes impensables. Eso, y la invención del elevador eléctrico, permitirían ir haciendo edificaciones cada vez más altas.

En 1930, la Torre Eiffel fue destronada por el Edificio Chrysler (319 metros), hasta la fecha el rascacielos más hermoso y elegante (según yo y otros millones). Poco le duró el gusto: al año siguiente, el Empire State Building lo sobrepasó por un buen margen (62 metros), nomás para que King Kong llevara más vuelo a la hora de darse el catorrazo. Y de ahí p’al real…

Durante un buen rato, la construcción de rascacielos y otras altísimas estructuras fue privilegio de los países históricamente ricos. Pero con la globalización y el surgimiento de las economías emergentes, los records pasaron a ser implantados en países en desarrollo. Actualmente, los cuatro edificios más altos (completados y habitables, y luego volveremos a eso) se hallan en Asia: el Taipei 101 (Taiwán, 509 metros), el Centro Financiero Mundial (Shangai, 492) y las dos Torres Petronas (Kuala Lumpur, 452); salvando el honor gringo les sigue la Torre Sears (Chicago, 442).

La fiebre eréctil (si se me permite la expresión) no tiene visos de abatirse: hace un par de semanas se anunció que el edificio Burj Dubai, en los Emiratos Árabes Unidos, había sobrepasado la altura de la Torre CN de Toronto (553 metros), rozando ya los 600 metros. Lo peor del caso es que la Burj Dubai está todavía en construcción. Para cuando la terminen, en un año y medio o por ahí, se supone que alcanzará la friolera de 818 metros de altura, con unos 162 pisos.

(Aclaración: la Torre CN no es un edificio, sino una estructura libremente sostenida; consiste en una basesota de concreto para una antena, el mirador más elevado del mundo, y una tienda de regalos y souvenirs que por sus precios constituye un atraco en despoblado. En el mirador hay una sección del piso en acrílico, que le permite a uno sentirse parado medio kilómetro sobre el vacío. Sí, espeluznante experiencia…).

¿Qué anda haciendo el edificio más alto del mundo en un país de arena, camellos y beduinos, con una población de cuatro y medio millones de personas? Bueno, los Emiratos se han dado cuenta (no como ciertos idiotas de otra parte del mundo) que el petróleo se acabará tarde o temprano, y hay que hacer cochinito para el futuro. Por eso han iniciado un programa de construcción sencillamente alucinante, que tiende a hacer de su país un foco turístico, comercial, financiero y de retiro para cuando se terminen los hidrocarburos. Ello incluye la construcción de islas artificiales con diseños muy monos, y la edificación de enormes rascacielos, siendo el Burj Dubai el más impresionante, pero ni con mucho el único. Una ciudad que hace tres décadas consistía en hileras de casas de adobe, es hoy en día un emporio de la construcción con miras al futuro. Lo que es no tener una Cámara de Diputados estupidizada por sus propios mitos ideológicos…

Por supuesto, hay quienes cuestionan la prudencia del programa de expansión de los EAU. Las mentadas islas no parecen una propuesta ecológicamente muy sensata, y en cuestión estética van de lo cursi a lo grotesco. La belleza de las arenas del Golfo Pérsico, el mar y las palmeras borrachas de sol va a ser borrada por innumerables torres de hormigón y acero. Y si la cosa se pone color de hormiga (como suele ocurrir en esa zona del mundo), a ver quién quiere estar varado sin elevador en el piso 150, con los terroristas en el gimnasio o la alberca 400 metros más abajo…

Además, ¿qué sentido tiene construir edificios cada vez más altos, resolviendo problemas técnicos cada vez más complicados? Cierto, el aparecer en el libro Guiness trae consigo cierto prestigio y una buena dosis de orgullo nacional. Cierto, al erigirlos vemos un poco del antiguo espíritu de pionero, de ponerse retos y vencerlos nada más por el puro gusto de hacerlo. Y cierto, con los puros programas del Discovery Channel se ha de amortizar buena parte de la deuda. Pero, ¿vale la pena?

Con otra: si bien los habitantes del rascacielos se la pasan muy cachetonamente, sus vecinos no están muy contentos. Algo que nunca se dice (porque no es políticamente correcto) es que algunos neoyorkinos vieron con cierto alivio el derrumbe de las Torres Gemelas. Y es que esas estructuras le tapaban los rayos del Sol a la mitad del bajo Manhattan, proyectando sombras larguísimas en una ciudad donde la luz solar es regalo del cielo (y uno de sus pocos goces gratuitos). Por algo hay un reglamento en la Gran Manzana que impide la erección de nuevos edificios que sobrepasen cierta altura… muy inferior a la alcanzada por construcciones de siete décadas atrás.

Total, que quién sabe hasta dónde lleguen las cosas. Aspirar a las alturas suena bien en libros de superación personal… pero quién sabe qué tan sensato sea a la hora de construir.

Consejo no pedido para no marearse arriba de los tinacos de Torreón Jardín: vea “La trampa” (Entrapment, 1999), con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones, en la que las Torres Petronas resultan buena escenografía. Provecho.

PD 1: Murió Sir Edmund Hillary, quizá el último de mis héroes-de-la-vida-real. Sniff, sniff. Habría que organizarle un homenaje. Quizá un reto alpinista para subir a las Noas eludiendo que le cobren. Algo así.

PD 2: ¡Se acaba, se acaba! ¡Consiga “XX: historia ligera de un siglo pesado” antes de que se agote!

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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