La imagen es más o menos conmovedora: en un claro en la selva, un par de figuras semidesnudas apuntan sus arcos a la aeronave desde la que se les toma la fotografía, en tanto otro (¿u otra?), pintado de negro, parece más bien dominado por la curiosidad. ¿Qué es eso tan grande y que hace tanto ruido? ¿De dónde salió? ¿Son hombres lo que trae en su barriga? ¿No será algún tipo de demonio, espíritu o endriago, aparecido en los cielos para anunciar calamidades? ¿Qué puede pasar por la mente de un hombre de la Edad de Piedra al ver una avioneta? ¿Qué puede pensar quien no ha visto a quizá más de un centenar de personas en su vida, los miembros de su pequeña tribu?
Por supuesto, ya casi no quedan “tribus perdidas” en este mundo: comunidades aisladas por completo de la civilización, y que no han tenido contacto con otros seres humanos quizá durante milenios. Por eso toparse con una es un mirlo blanco: una oportunidad única de ver cómo éramos al principio de los tiempos, y cómo hemos evolucionado (o al revés) gracias a eso que llamamos civilización.
Además de que existe la fascinación del mito del “buen salvaje”; esto es, que en un principio, todos éramos buenos y justos, sin rencores, envidias ni malos pensamientos. Pero que nos echamos a perder con la propiedad privada, la autoridad jerárquica, el cochino neoliberalismo y el modelo económico del presidente pelele.
Por ello, el anuncio del descubrimiento de una tribu con la que no se había tenido contacto alguno, en los confines del Amazonas en la frontera entre Perú y Brasil, causó expectación. Pero también fue recibida con algunos resquemores.
Por un lado está la cuestión de si tenemos derecho de alterar una forma de vida milenaria, haciéndoles ver lo atrasados que se encuentran, y lo mucho que se han perdido por seguir empeñados en morar en medio de la selva. Por otro, está la explotación de que pueden ser víctimas esos inocentes, ignorantes de la malicia del hombre civilizado, siempre dispuesto a sacarle provecho a los pasivos y gentiles.
Pero también está la cuestión de que, con frecuencia, las visiones paradisiacas que tenemos de esa gente no se conforman con lo que ocurre en la realidad. Suele ocurrir que los “primitivos” son tan desalmados, crueles y mezquinos como nosotros. Si no envidian la cocina integral del vecino (porque no tienen), puede que deseen la mujer del prójimo, o el tocado de plumas o vaya uno a saber qué. Los humanos somos humanos, estemos en el ambiente en que estemos.
Además de que esos “descubrimientos” pueden constituir grandes chascos. Hace treinta años, el National Geographic anunció con fanfarrias el descubrimiento de una tribu perdida en las Filipinas, los Tasaday. Que eran tan prístinos y puros que no tenían una palabra para el concepto de “guerra”, y se negaban a recibir de regalo un segundo machete. ¿Para qué, si ya tenían uno? Luego resultó que todo el asunto fue un fraude muy bien orquestado, y la revista tuvo que retractarse, con la cara roja de la vergüenza.
Total, que eso de las tribus perdidas es un asunto que puede darnos una visión de cómo fuimos… pero también, de cómo hemos sido siempre.