La noche del 4 de octubre de 1998 caminaba yo ansioso por el restaurante del Hotel Carrera en Santiago de Chile. A la mañana siguiente debía realizarse el plebiscito convocado por una de las dictaduras más crueles de la historia de nuestro continente. Pinochet había preparado los días de fiesta. La economía crecía, el empleo también. La dictadura ofrecía su mejor rostro, era incapaz por supuesto de ocultar los horrores cometidos por más de quince años. Pero mi ansiedad no era gratuita.
Enviado por el medio para el que escribía y una radiodifusora para la que colaboraba, había decidido emprender el viaje a sabiendas de que no había relaciones entre México y Chile. Cualquier incidente quedaría a mi propia suerte. De hecho había entrado a Chile por Argentina en donde conseguí una visa después de jurar ante un “escribano público”, un notario, que no ejercería mi oficio. Todos mentíamos, todos sabíamos a qué iba. La Olivetti Lettera que llevaba en el brazo no era el mejor camuflaje. Mi ansiedad también era producto de la tensa situación que se vivía. Había contratado dos habitaciones, una en el Carrera, donde se encontraba el centro de prensa, justo frente a La Moneda y otra en un Haytt si no mal recuerdo un poco en las afueras. Por las noches era riesgoso emprender el camino de un sitio a otro, los carros con policías recorrían la ciudad amenazantes.
En el Carrera se concentraban la mayoría de los observadores oficiales, pero yo no era oficial, de hecho era clandestino. Cuando enviaba mis envíos un agente de la DINA se paraba detrás de mi, asunto bastante incómodo. Por eso cuando era posible, salía corriendo al otro hotel donde trabajaba más a gusto. Esa noche mientras buscaba mesa en el atiborrado restaurante repleto de extranjeros como yo, alguien tiró amablemente de mi brazo, era un amigo muy querido, Raúl Morodo que se encontraba cenando con su gran amigo nada menos que Adolfo Suárez, el ex presidente español. Raúl insistió en que los acompañara y así dio inicio una noche intensa, intensa por la conversación y por los hechos.
Suárez era un gran platicador, lo conjugo en pretérito porque por desgracia ha perdido la memoria. En esas estábamos cuando a lo lejos se vio como un relámpago y una sección de la ciudad quedó a oscuras. El mesero lanzó molesto, “ya comenzaron las travesuras del Pinocho”. Los bombazos se repitieron a lo largo de la noche, la oscuridad daba una señal amenazante. Poco tiempo después del primer bombazo Augusto Pinochet, instalado en La Moneda, hizo extrañas declaraciones advirtiendo que hombres con el rostro cubierto habían penetrado alguna frontera del país. Daba sus últimas patadas. La mañana previa el embajador de los Estados Unidos había advertido con toda claridad que su país respaldaría el resultado del plebiscito y ninguna otra opción. Pero era claro que Pinochet intentaba todo para preservarse en el poder.
Chile, hay que recordarlo, estaba dividido. Un taxista era prodictadura y el próximo furibundo opositor. Los medios estaban controlados salvo algunas emisiones de la Universidad Católica y una estación de radio que transmitía abiertamente los materiales de la Concertación. La organización de los opositores había asombrado por su ingenio y energía. Anunciaban la felicidad. Unidos los opositores estaban decididos a librar cualquier batalla. En las oficinas de la Concertación, detrás de un escritorio modesto, estaba Ricardo Lagos haciendo su trabajo al igual que muchos más. A eso de las tres de la mañana los meseros nos advirtieron de la entrada de un miembro de la Junta a La Moneda. ¿Qué estaba ocurriendo? Lo sabríamos después, Matthei había ido personalmente a llevar el mensaje de los otros integrantes: no acompañarían a Pinochet en su nuevo intento. La historia de Chile se escribía por minutos.
Al día siguiente se llevó a cabo el ejercicio. Largas filas de mujeres y varones que votan separados. Escuelas, recintos públicos acondicionados para la ocasión. Los medios internacionales devorando los detalles. De pronto empezó a correr la noticia. Las horas de la tarde dieron paso a una fiesta que duraría varios días. Pero los Carabineros no cedían y lanzaban los chorros de agua de los cuales terminé defendiéndome detrás de unos rollos de tela en una tienda. En esas estaba cuando me topé con Adolfo Aguilar Zinser que había entrado con una invitación de la OEA si no mal recuerdo. Nos fuimos a comer loco y mariscos y a tomar vino chileno.
Esto ocurrió hace dos décadas. La incertidumbre era total. Hoy podemos afirmar con razonable confianza que Chile será el primer país desarrollado de la América Latina. La lección está ahí para quien quiera leerla. Hace un par de semanas lo recordaba Eduardo Frei en Veracruz: los chilenos supieron encontrar en medio de sus diferencias, que eran muchas, en medio de las heridas, que seguían abiertas, los acuerdos para dejar atrás la pobreza, para anteponer el interés nacional a los caprichos personales. Venían de una sangrienta dictadura que recibió 46 por ciento de apoyo el mismo día que el NO ganaba por 53 por ciento. Ellos sí han sabido qué iba primero. Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, con muchas diferencias, han sabido dar continuidad a un proceso de modernización que paga en la reducción de la pobreza.
La fragilidad de hace apenas 20 años hoy pareciera muy lejana al país de prosperidad e instituciones que nos da un ejemplo envidiable. Hoy tienen el primer PIB per cápita de la zona y su pobreza extrema ronda un dígito. Su sistema fiscal es amplio y progresivo y sus exportaciones penetran el mundo. Ojalá y aprendiéramos la lección. Los mexicanos pobres se merecen más seriedad.