Una hermosa corriente de moralidad envuelve nuestra política. Aguijoneada por alguna extraña culpa, la clase gobernante se entrega a la labor de hacer el bien a la nación y de mostrarse como ejemplo cívico. Se legisla activamente para cultivar la virtud. En la reciente reforma electoral los legisladores prohibieron la hostilidad entre los partidos y ahora han proscrito la mentira. Leyes para el amor, la paz y la verdad. El nuevo régimen electoral expulsa la discordia de las contiendas electorales que, gracias a los cambios, dejarán en realidad de ser contiendas para convertirse en fraternos certámenes de cooperación. Los republicanos nos anuncian campañas donde prevalecerán las ideas y los elogios al adversario. Es que se ha vuelto ilegal hablar mal de otros. Cada palabra que pronuncian los políticos pasa ya por la bienhechora censura de nuestros cuidadores. Si algo ofende a alguno es razón suficiente para callarle la boca al insensible. Ya hemos presenciado las intervenciones del centinela moral que aprovecha sus nuevas facultades para protegernos de mensajes malignos. Castigo a quien ofende, castigo también a quien se glorifica. Multa a los agresivos y a los soberbios.
El objetivo de la nueva legislación es sofocar las “campañas negras” que, según dicen, nos hacen mucho daño. A nuestra muy decente clase política le horroriza que el pleito ensucie la política y por ello ha querido sacar de circulación las palabras feas y los ataques groseros. Sostiene que la polémica ruda es sucia, se indigna porque el debate se aleja de los asuntos públicos, se entristece porque el clima se carga de agresiones, insultos y amagos. La blanca política, sin embargo, está tardando un poquitín en implantarse entre nosotros. No se ha regenerado súbitamente el clima del debate mexicano. Será la costumbre, pero los partidos siguen con la inercia de criticarse y decir cosas poco amables de sus adversarios. Al parecer, los políticos no están todavía a la altura de las intenciones de la ley que se han dado. Pero pueden ir aprendiendo: ya saben que no deben llamar violento al otro y que no se puede llamar uno mismo superhéroe. Cualquier mensaje indebido será silenciado y los viciosos castigados.
El Estado mexicano tiene un organismo específicamente destinado a cuidar los mensajes que los ciudadanos no debemos escuchar. El IFE se ha convertido en el Censor Republicano. La censura tiene ahora dignidad de resolución oficial pronunciada en nombre del civismo. No proviene de un llamado secreto, de una amenaza encubierta, sino de la votación pública del instituto de la democracia mexicana y se apoya en normas constitucionales. El órgano que tiene como propósito esencial organizar elecciones se dedica ahora a mandar callar. A mí me parece absurdo que el candidato que perdió las elecciones presidenciales se haga llamar “presidente legítimo”. Pero me parece que sus simpatizantes tienen el derecho de llamarle como les dé la gana. Legítimo, serenísimo, resplandeciente, casto o incorrupto. Todos los adjetivos que se escogen son indicaciones de una persuasión que se muestra y que, por lo tanto, deberíamos conocer. Cuando los perredistas hablan de un presidente legítimo corren una cortina: expresan con toda nitidez cuál es su idea de la legitimidad. Que lo digan a los cuatro vientos no es solamente su derecho; es también el nuestro. Reitero el más viejo argumento en defensa de la libertad de expresión: los límites a la expresión no solamente afectan quien es silenciado, sino a todos los que dejan de escuchar algo por muy absurdo que parezca.
Tras pretender que los políticos se amen los unos a los otros, la moralina legislativa ahora pretende instituir la verdad. El Senado ha aprobado una reforma constitucional para expulsar un pecado de la vida parlamentaria. Se trata, por cierto, de un pecado que, como apunta Leszek Kolakowski, forma parte del orden natural de las cosas y frente al cual no puede sostenerse una condena absoluta: la mentira. De acuerdo al cambio aprobado por los senadores, los funcionarios del Ejecutivo que comparezcan ante el Congreso deberán hacerlo bajo protesta de decir verdad. Los pecadores que mientan al Congreso cometerán un delito y podrían terminar en la cárcel. Lo notable es que esa regla coexistiría con otra norma constitucional que establece los legisladores son inviolables por las opiniones que manifiesten en el desempeño de su cargo. Curiosa regla que coloca en abierta desventaja a unos sobre otros.
El Congreso legisla intenciones. Desconoce el instrumento que tiene entre manos. No sabe para qué sirve la ley y por ello tiende a pensar que una reforma legislativa es respuesta a cualquier pregunta; solución a cualquier problema. Que haya conductas indeseables no significa que el mejor mecanismo para combatirlas sea siempre la ley. Es obviamente deseable tener mejores campañas, con debates más inteligentes, con propuestas e ideas. Pero, ¿es una cadena de imposiciones legislativas una manera eficaz de promover una mejora en la calidad de las contiendas? Es igualmente deseable cerrarle el paso al fraude y al engaño de los políticos, pero, ¿se logra eso mediante un atajo legislativo? ¿No existen mecanismos no penales para exigir cuentas a los actores políticos?
Un congreso que no puede insertarse con decisión en los temas cruciales del país, se entretiene legislando sus buenas intenciones y salpicando al país con una estela de consecuencias no deseadas.
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