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Libros a precio único

PLAZA PÚBLICA

Miguel Ángel Granados Chapa

Después de un largo trayecto, el jueves pasado fue publicada la ley del libro (formalmente Ley de fomento para la lectura y el libro), que entró en vigor al día siguiente. Sus efectos en la vida de los lectores, que en último término son los que importan, tardarán sin embargo en manifestarse. Su disposición más conocida, y polémica, el precio único comenzará a regir no antes de fin de año, porque debe ser registrado en una base de datos a cargo del Consejo Nacional de Fomento para el Libro y la Lectura, que deberá formarse en el término de 90 días (los de agosto, septiembre y octubre) y dispondrá de 60 más (los de noviembre y diciembre) para expedir su manual de operación y programa de trabajo.

Una primera ley del libro, publicada el 8 de junio de 2000, fue abrogada por la nueva norma, que salió dos veces del Congreso. La primera vez, con amplia mayoría en las dos cámaras, pero sin el asentimiento panista, llegó al Ejecutivo en mayo de 2006. El presidente Fox la guardó consigo durante cuatro meses y finalmente la vetó (formalmente la devolvió con observaciones) en vísperas de que se iniciara la LX Legislatura. Después de tres periodos de sesiones ordinarias sin que los senadores (a cuya sede llegó de regreso) la abordaran de nuevo, lo hicieron por fin en abril pasado, cuando también los diputados le dieron su aprobación. Tras un nuevo periodo de espera en el despacho principal de Los Pinos, el miércoles pasado se solemnizó su promulgación y fue publicada al día siguiente.

La ley crea el Consejo mencionado como órgano consultivo de la Secretaría de Educación Pública “y espacio de concertación y asesoría entre todas las instancias públicas, sociales y privadas vinculadas al libro y la lectura”. Es un órgano mixto, formado por funcionarios y particulares incluidos en la cadena productiva del libro. Lo preside el secretario (la secretaria, en este caso) de Educación Pública, su secretario ejecutivo es el presidente del Conaculta y forman parte del mismo el director del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, el de materiales educativos de la SEP, y los directores de publicaciones y de bibliotecas del Conaculta. Lo integran también los presidentes de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, de la Asociación de Libreros de México, de la Asociación Nacional de Bibliotecarios y de la Sociedad General de Escritores de México. A sus sesiones pueden ser invitados funcionarios o particulares que el Consejo considere pertinente “para el cumplimiento pleno de sus funciones”.

Entre ellas sobresale la de “crear y mantener permanentemente actualizada una base de datos, con acceso abierto al público, que contenga el registro del precio único de los libros”. Fijar ese precio es uno de los instrumentos para estimular la lectura, pues su efecto será la democratización de los libros, que durante 18 meses costarán lo mismo en todas partes, así en el Centro de la República como en los sitios más recónditos del país. Si fuera verdad que la nueva disposición castigará a los beneficiarios de descuentos, que dejarán de obtenerlos, lo es de modo más contundente que no habrá ya lectores de primera, de segunda y hasta de tercera en cuanto al precio que deban pagar por sus ejemplares. En las actuales condiciones del mercado es más notable la operación (y las utilidades) de cadenas de tiendas con departamento de librería que no sólo no ofrecen descuentos sino que venden por encima del precio promedio en el mercado.

Se ha imputado –acusado con furia, sería mejor decir— a los editores haber impuesto el precio único y todo el impulso a la nueva norma. No es verdad lo uno ni lo otro. La ley resultó de un esfuerzo conjunto de quienes escriben los libros, los editan y los ponen a disposición del público, a todos los cuales conviene que haya más lectores, sean los que adquieren ejemplares o los leen en las bibliotecas. La hechura de la primera versión de la ley –la vetada por Fox, que se hizo cargo de argumentos expuestos por la Comisión Federal de Competencia Económica que confundió la gimnasia con la magnesia— se alimentó de la sabiduría que en ésta como en otras materias brilla en Gabriel Zaíd. Especialmente dotado para conocer la industria editorial, por ser escritor así como ingeniero administrador que ejerce su profesión, Zaíd se ocupa de ese fenómeno cultural desde antes de publicar en 1972 “Los demasiados libros”, y ha sostenido hasta hoy ese interés.

En junio de 2005, Zaíd publicó en la revista Letras Libres un completo (y evocador) estudio sobre los mecanismos de fijación del precio de los libros. El ensayo fue incluido en el dictamen que sirvió para aprobar por primera vez la ley. Un año después, en la misma publicación, Zaíd diluyó entre otras “confusiones sobre el mercado del libro”, la falacia de los descuentos hechos por editores a libreros favoritos, con los que el público en realidad no gana:

“Si todos los libreros vendieran al mismo precio (100), todos los lectores comprarían al mismo precio ‘rebajado’ (100) que reciben los compradores del favorito. La gran ventaja de comprar con el favorito es absurda: no ser castigados con la multa que imponen los editores a los que compran con los demás libreros. Los clientes de los demás libreros pagan de más, ya sea en dinero o en especie, teniendo que viajar al lugar favorecido por el editor, en vez de comprar donde les guste”.

Con todo, como ha dicho Tomás Granados Salinas, uno de sus promotores, esta ley es sólo un primer paso.

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