Cuenta la leyenda que, allá en 1993, el maestrazo John Le Carré (discutiblemente el mejor escritor de temas de espionaje de la historia) acudió a un almuerzo con su editor. El propósito era hablar sobre la próxima publicación de su entonces más reciente novela, “Nuestro juego”. Luego de comentar lo mucho que le había gustado y cómo seguía estando en forma pese a que la Guerra Fría había terminado (y con ella desaparecido buena parte de su materia prima usual), el editor le presentó su única objeción: “Mira, David (Le Carre es el pseudónimo de David John Moore Cornwell), la historia está muy bien… aunque hay algunos personajes locales un poco bizarros. Y tal vez debiste ceñirte, como siempre lo habías hecho, a lugares reales. Puede ser que al lector le resulte difícil relacionarse con pueblos ficticios como esos ingusetios y osetos y cherkesios y chechenos que te inventaste”. Luego de atragantarse con su Martini (con una aceituna, como siempre: éste no es excéntrico), Le Carré se tomó la molestia de explicarle a su editor que Chechenia y Osetia, Cherkesia, Abjasia e Ingusetia, todas ellas (y sus rijosos pueblos) existían en realidad. Y que lo descrito en el libro era perfectamente viable: los odios seculares, los pleitos por agravios de hacía décadas, el encono contra el vecino del valle ídem, y hasta la bonita tradición consistente en que los hombres embarazan a sus mujeres antes de irse a la guerrilla en las montañas, para que cuando sean violadas por los invasores no salgan luego con su domingo siete. ¡Bienvenido al Cáucaso!
Ante los graves acontecimientos de los últimos días en esa región (frontera tradicional entre Asia y Europa, y muy probable cuna de los pueblos indoeuropeos, arios o caucásicos, obvio), algunos alumnos me pidieron que les explicara qué rayos estaba pasando. Les pregunté si tenían unas seis horas libres. Intentar comprender el Cáucaso resulta endiabladamente complicado, por la demografía, historia y hasta orografía de esa tortuosa zona. Tortuosa en todos los sentidos.
Empezando por su complejidad étnica. En la región y sus alrededores (más o menos del tamaño de Coahuila) habita una docena de grupos etnolingüísticos diferentes, algunos de los cuales tienen siglos peleándose entre sí. Por su posición geográfica, el Cáucaso es una de las fronteras entre el cristianismo y el Islam, y los dos sistemas religiosos están sabrosamente mezclados: no hay una línea clara de separación entre ambos. A lo largo de los siglos, el rumbo ha visto pasar ejércitos macedonios, romanos, persas, turcos, mongoles, rusos y alemanes, además de dos o tres expediciones de loquitos que andan buscando el Arca de Noé en el monte Ararat. Todo lo cual explica lo abigarrado y complejo de sus elementos humanos. En la antigüedad algunos de esos pueblos formaron reinos independientes, otros han estado batallando por serlo desde quién sabe cuándo, y todos se han enfrentado a muy diversas invasiones procedentes de lugares insospechados… hasta de los mismos nazis.
Pero el elemento definitorio que nos interesa es que los rusos pelearon durante más de dos siglos para apoderarse de ese territorio. Que es algo así como agotarse soplándole al horno para que le quemen a uno los pies. El caso fue que se salieron con la suya, y Rusia fue el ama y señora de la zona hasta que empezó el siglo XX.
Luego vino la Revolución Bolchevique y la creación de la URSS. Al fundarse ésta, consistía de cuatro repúblicas: Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Transcaucasia. Cuando Stalin llegó al poder, y dado que era georgiano (y se le notaba) comprendió que era una burrada meter a todos los gatos caucásicos (o transcaucásicos, p’al caso) en el mismo costal. Así que dividió a la última en tres RSS’s: Georgia, Armenia y Azerbaiyán. Y a algunas regiones como Chechenia, Ingusetia y Osetia las elevó a la categoría de distritos autónomos.
Pero, bromista como era el mostachón tirano, dibujó las fronteras como le dio su real gana. Chechenos e ingusetios quedaron dentro de la Federación Rusa… siendo que especialmente los primeros tienen dos siglos odiando a los rusos y son musulmanes. Para acabar de fruncir lo arrugado, Osetia quedó partida en dos: la parte Norte (que en un éxtasis de imaginación llamamos Osetia del Norte) perteneciendo a Rusia; y la Sur (¡Brujos, brujos! Lo adivinaron: se llama Osetia del Sur) a Georgia. El problema es que los osetos ni son georgianos ni tienen la menor gana de serlo. Pero ¿a ver quién es el machito que le dice a Stalin que no?
Cuando empezó a desintegrarse la URSS, estallaron los conflictos que eran de preverse, y que se agravaron cuando la puerca soviética torció el rabo en 1991. Armenia invadió la región de Nagorno Karabaj, que aunque perteneciente a Azerbaiyán tiene una población mayoritariamente armenia… y ahí siguen. Chechenia se medio-independizó de Rusia, y así estuvo hasta que Vladimir Putin la reconquistó a sangre y fuego entre 1999 y 2001. Abjasia se declaró separada de Georgia, con el apoyo y la aún presente protección de Rusia; Osetia del Sur hizo lo mismo: después de todo, la mayoría de sus habitantes tiene pasaporte, nacionalidad y (lo más importante) autoidentidad rusa; y Rusia tiene unas tenistas que... ¡Ejem! Cuando se consumó la secesión oseta, Rusia envió “tropas de paz” dizque para cuidar el orden. En realidad, eran los garantes de la independencia de facto (porque nadie la reconoce internacionalmente) de los sud-osetos… gentilicio que, seamos francos, está como para desear anexarse a quien se deje.
Georgia tuvo que hacer de tripas corazón, y desde hace 15 años tiene dos regiones en rebeldía, sin obedecer al Gobierno nacional y como protectorados rusos. Mientras tanto, ha llevado una vida política muy turbulenta. Su primer presidente como país independiente fue un viejo conocido nuestro, Eduard Shevardnadze, quien fuera secretario de Relaciones Exteriores de Gorbachev y por tanto, uno de los arquitectos del fin de la Guerra Fría. Pero el viejo Lalo se volvió un tirano insufrible. Las elecciones de 2003 con las que pretendió reelegirse una vez más fueron tan sucias, que harían sonrojarse de vergüenza a un priista de Hidalgo. La gente se hartó, le armó una revolución y lo derrocó. Shevardnadze se refugió en Alemania, donde lo quieren mucho por haberles ayudado a tumbar el Muro. Como presidente de Georgia quedó el líder de las fuerzas democráticas, Mikheil Saakashvili.
Quién sabe qué tiene el Palacio Presidencial de Tbilisi (o Tiflis), la capital de Georgia, pero a sus ocupantes se les bota la chaveta de manera alarmante. Saakashvili se ha mostrado cada vez más errático, y a la diplomacia europea ya la tiene hasta el copete. Para colmo otro loquito, George W. Bush, le ha dado alas promoviendo el ingreso de Georgia a la OTAN. ¿Saben cómo le caería eso a Rusia? Como patada en los éstos. Y agarrando vuelo.
La peor locura de Saakashvili fue invadir Osetia del Sur para recuperar la soberanía georgiana sobre la región… con lo cual, obvio, iba a chocar con los rusos. Éstos, que nunca se andan con tiquismiquis, respondieron con toda dureza: pusieron a los georgianos de patitas en la calle, les pegaron una tamboreada en su propio territorio, y les advirtieron que no le anduvieran haciendo al gallito. Pues sí. ¿Qué esperaban?
Aunque, siendo el Cáucaso lo que es, muy probablemente la tregua actual no será el fin de esta historia. No apuesten un cinco por ello.
Consejo no pedido para aprender a tocar la balalaika. Lea la citada “Nuestro juego”, que no tiene desperdicio. Provecho.
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