La fe es hermética. Enmarca la inteligencia para mantener fuera de nuestra vida todo aquello que desafíe nuestra convicción. Opera como un dispositivo que selecciona ideas y percepciones: unas pasan la prueba y son aceptadas por la mente; otras son repelidas y automáticamente expulsadas de nuestro entendimiento. La fe permite de ese modo trazar una línea clara para distinguir lo posible y lo impensable, lo que puede suceder y aquello que nunca podría realizarse. Todo nació de un acto de amor y sabiduría; Dios no se equivoca y no quiere nunca el mal. El diablo nos tienta para probar la resistencia de nuestra bondad. Quien contrata con el diablo se entrega a él. Tarde o temprano, las cosas encontrarán su lugar justo. Por eso, el hermetismo de la fe cancela cualquier sorpresa. Nada sorprende al hombre de fe. Todo lo que aprende, todo lo que ve es ratificación de lo esencial. Los hechos más dispares fortifican su persuasión. El criminal y el santo provienen de la misma fuente y despliegan, a su modo, el mismo plan del creador. Ni el malvado ni el bondadoso le asombran: así está escrito, así debe ser. Lo sabemos.
Para el movimiento de Andrés Manuel López Obrador era inconcebible perder las elecciones de 2006. Llevaba una enorme ventaja cuando empezó la campaña y merecía ganar por representar al Pueblo, mientras que sus opositores representaban a los de arriba. Tenía que ganar. No es que fuera improbable su derrota, no es que fuera imposible: era inconcebible. De la misma manera hoy, bajo el Gobierno de Felipe Calderón, es inconcebible ganar. El Gobierno es entreguista; el PRI es un cómplice de la traición. Cualquier acuerdo con ellos sería meramente una trampa, una farsa. No puede ser de otra manera. El diablo no puede salvado. Por ello, una reforma que sigue en buena medida el listado de deseos del Frente Amplio Progresista es desairada abiertamente. La oligarquía no podría nunca darnos una sorpresa. La derrota inconcebible presagiaba que la victoria sería igualmente inconcebible.
La obstinación, la terca resistencia a las interpelaciones de la realidad es una marca de fe. Dudo que pueda entenderse la crisis política que vive México sin acercarse al poder y la ceguera de la fe. La raíz de la crisis que vivimos tiene matices religiosos, ese es su vocabulario y esa su pujanza. Es la aparición de un portentoso movimiento político de purificación nacional que ofrece una dramática disyuntiva entre el patriotismo y la traición y un libreto claro del pasado y el porvenir. Interpretar el movimiento lopezobradorista como un mero movimiento político que recoge las señales del entorno para adaptarse prudentemente y que acata las reglas para seguir jugando dentro de los linderos de lo institucional es desconocer su bulbo místico. Y no hablo ahora de la fe de los seguidores, sino del razonamiento del caudillo.
En el debate petrolero, López Obrador logró movilizar el extendido ánimo antiprivatizador que existe en el país. Se convirtió astutamente en la representación del vivo nacionalismo mexicano. Con su arrojo, desplazó al priismo que quiso vestirse con las mismas ropas. Pero en el camino dio un viraje fundamental en la política del nacionalismo mexicano. El nacionalismo ha sido durante años ejemplo de pragmatismo político: una retórica que se adapta a las circunstancias. El nacionalismo ha sido en México una ideología vaga, nutrida de la desconfianza y hasta el temor de lo que hay afuera, un borroso apego a lo propio y una creencia en la tutela del Estado. En distintos episodios, el nacionalismo ha pretendido establecer un canon estético, resguardar la economía de la competencia foránea, justificar un régimen “auténticamente mexicano.” Pero nunca pretendió fincar la pertenencia nacional a la defensa de un templo sagrado. La pronta secularización de nuestro nacionalismo lo marcó para distanciarse del antiguo nacionalismo católico. En ningún momento, ni siquiera en los tiempos de mayor ambición como Estado cultural, o la economía protegida estableció un compromiso de cuidar los santos sepulcros de la identidad nacional. El movimiento de Andrés Manuel López Obrador ha dado ese paso: dando por terminada esa maleable textura del nacionalismo mexicano, pretende inaugurar un férreo nacionalismo de fe que tiene al petróleo como sacra sustancia. Sólo manos mexicanas o, mejor dicho, sólo las manos del Estado mexicano podrán tocar la Inmaculada Sustancia negra.
En la izquierda mexicana se abren dos formas de entender el mundo. Por un lado, está la izquierda parlamentaria que no solamente derrotó la iniciativa del presidente Calderón sino que trazó el rumbo básico del cambio legislativo. Sin lugar a dudas, ganó la izquierda. Frustró la reforma que quería el Gobierno y fue la base de la reforma aprobada por el Senado. Por el otro lado, está la izquierda de fe que se rehúsa a reconocer la paternidad de una reforma. El PRD definió sus líneas esenciales. Mientras Calderón ponía el acento en la participación de otras empresas para encontrar y recuperar un tesoro que nos prometían abundantísimo, la reforma que se impuso lleva el sentido contrario. Es una reforma administrativa que apuesta exclusivamente a la renovación de la agencia estatal. El contraste es notable. La izquierda secular invitaba a la celebración de su triunfo; la izquierda de la pureza religiosa, llamaba de nuevo a la protesta y al boicot de la decisión parlamentaria.
La perversidad del arreglo político de la hora es mayúscula. Al tiempo que el Gobierno flota en el conformismo resignado, un actor ejerce un veto definitivo. Se legisla para darle gusto, sabiendo que nada le resultará apreciable.
http://blogjesussilvaherzogm.typepad.com/