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Lo que cuesta la cuesta

Hora cero

Roberto Orozco Melo

En los subdesarrollados países latinoamericanos parece inevitable que sobrevenga una dolorosa crisis económica una vez transcurridas las fiestas navideñas. Diciembre es mes de jolgorio y gasto, pues la celebración del Nacimiento de Cristo ha perdido gradualmente el espíritu religioso originario. Los mexicanos, aventados que somos, dedicamos la temporada del doce de diciembre y el seis de enero a lo que es nuestra especialidad: comprar sin dinero; la “tragazón” y el “infle”. Durante la Navidad nos endeudamos, comemos y bebemos hasta el hartazgo, sin atender a las recomendaciones de la Secretaría de Salud y del IMSS en cuanto al diámetro de la cintura y el debido respeto al hígado, a los riñones, el páncreas, el aparato digestivo, las vías respiratorias y el sistema cardiovascular.

¿Qué hacemos? Sin tener piedad para nuestros órganos vitales dedicamos esos 26 días y gran parte de sus noches a practicar un implacable e irresponsable suicidio colectivo mediante la ingestión de sólidos y líquidos y, no sobra decirlo, hasta nos sentimos orgullosos por nuestro desaforado consumo de comida grasosa, salsas irritantes y bebidas tóxicas y a adquirir múltiples bienes materiales, la mayor parte superfluos y onerosos, para los regalos navideños; todo más allá de nuestra capacidad de endeudamiento.

El aguinaldo anual, el bono de puntualidad, el premio por rendimiento laboral y el reparto de utilidades en las empresas industriales y comerciales se van por el drenaje de los hábitos consumistas, pero nada nos detiene. Es posible que los buenos consejos gubernamentales logren efectos positivos en algunas mentalidades sensatas –cada vez hay menos— y ahorren dinero del ingreso extraordinario para cubrir abonos atrasados o para rescatar del empeño el collar áureo de la abuela, el reloj ferrocarrilero del bisabuelo o cualquier equipo electrónico adquirido por el jefe de familia como “un gustito, vieja, que bien nos merecemos”.

Lo que despilfarra la gente en menos de un mes trasciende por más de un año y seca las finanzas hogareñas; cuando el dinero o los bienes entran fácilmente, también se van expeditos. El dinero desaparece y sólo quedan papeles: la boleta de empeño, la copia del documento quirografario, los “bauchers” de las tarjetas de crédito, alguna factura con varios ceros a la derecha y la caja de envolturas navideñas en que se envolvieron las susodichas compras. Hay documentos, sin embargo, que sin peso intrínseco cuentan con una gravitación legal: incluyen compromisos a fecha cierta y de modo inexorable: contratos mercantiles que estipulan cifras y plazos específicos, establecen intereses legales y pactan réditos extraordinarios en caso de mora.

Comprar ahora para pagar después significa cerrar alrededor del cuello de toda la familia una gruesa soga corrediza que apretará más en tanto mayor valor acredite. Lo que sigue al “fiestorronón” conocido como “Guadalupe—Reyes” es la implacable cruda física y moral, la resaca de la borrachera, el tiempo de enfrentar las consecuencias de lo gozado, de pagar las deudas contraídas, de sufrir el maltrato de cada organismo humano, de enfrentar a los bancos, a las empresas comerciales y a la vida misma. No es gratuito que los sinónimos del vocablo “cruda” sean según el diccionario: verde, inmaduro, áspero, agrio, ácido, amargo, indigesto, destemplado, rígido, frígido, friolento, helado, severo, grosero, inválido, obsceno y vivido. Dichos adjetivos califican los estados de ánimo provocados por los excesos en el comer y en el beber; pero también en el deber…sí, deber y pagar en moneda contante y sonante.

Tributo al desorden y al consumismo aparece ineluctablemente la ya famosa “cuesta de enero” durante la cual sufrimos otras dolorosas y trágicas consecuencias de la insensatez. A los naturales efectos biológicos y financieros de la Navidad se van a agregar en este mes de enero los decretos oficiales que incrementan los impuestos, la gasolina, las tarifas de gas y energía eléctrica: llegan en cascada y golpean en las débiles economías hogareñas, rebotan hacia todos lados dentro del espectro socioeconómico y aumentan, inmisericordes, el costo general de la vida.

¿Quiere más? Agregue la apertura sin aranceles al ingreso de importaciones de Estados Unidos y otros países europeos y latinoamericanos que van a tundir directamente a los campesinos. Maíz, frijol, azúcar, leche y otros productos del campo que antes exportábamos y ahora requerimos importar pues nuestra actividad agropecuaria parece ser ahora incapaz e improductiva. Nos guste o no, la globalización nos ha convertido en un país de maquilas, excesivamente consumista y por lo tanto fortalecedor de otras naciones más organizadas y previsoras. Ah, pero qué bonita es la pachanga, la tragazón, las borracheras y el desmauser. En eso… ¿quién nos gana?..

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