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Los ardides del centralismo “federal”

Hora Cero

Roberto Orozco Melo

El centralismo que secularmente ha padecido la República Mexicana no se agota en la excesiva concentración de acciones y recursos que hace el Gobierno “Federal”, monstruoso leviatán que el autoritarismo político, económico y social creó a lo largo de casi dos siglos de constituir una nación independiente, libre y soberana.

Los alcances del frustrado federalismo van más allá, pues si el Distrito Federal es por legislación constitucional la capital de la República y la sede de los poderes que integran el Gobierno “Federal” muchos de sus destacados personajes parecen creer que el centralismo, esta irrealidad institucional, puede actuar también en el entorno económico, político y social de las entidades federativas contra sus enemigos políticos.

Así y ahora, la provincia entraña ante los capitalinos cultos “el interior del país” mientras que los incultos la generalizan con el peyorativo “Cuautitlán” que no puede compararse con México, la capital. Después de ésta, la provincia sólo es el “interior” o “Cuautitlán”. Entre los desvalorizadotes de las entidades federativas destacan algunos comentaristas de la cosa pública, siempre al acecho de pretextos que les permitan lucirse ante las poderosas personalidades del Gobierno Federal.

Para no salir del marco coahuilense resulta oportuno destacar dos casos políticos que hicieron historia en nuestra entidad: los gobernadores de Coahuila Ignacio Cepeda Dávila y Óscar Flores Tapia, fueron blanco de una sarta de mentiras y acusaciones públicas exageradas por los periódicos de la capital de la República, la sede de los poderes federales, las que concluyeron con el suicidio de don Ignacio y la renuncia –una auténtica defenestración– de don Óscar después de varios meses de haber inventado multitud de infamias en su contra.

¿Cuáles eran los motivos para estas persecuciones? En el caso de Cepeda Dávila el Gobierno de Miguel Alemán Valdés perseguía remediar una omisión cometida antes, cuando era secretario de Gobernación de su antecesor el general Manuel Ávila Camacho: le había pasado de noche el acuerdo del presidente de la República y el presidente del Partido Revolucionario Institucional para la designación de don Ignacio Cepeda Dávila como candidato al Gobierno de Coahuila.

Sin que el funcionario de Bucareli lo hubiera advertido los engranes y la maquinaria toda del PRI nacional ya habían obtenido el “non obstat” presidencial a favor del político arteaguense. Para no estorbar el procedimiento constitucional puesto en acción, el equipo de don Miguel dejó que ICD jurase el cargo, seguro de que luego lo convencerían con halagos y ofertas de jugosos empleos en el Gabinete alemanista; pero Nacho Cepeda, quien era hombre de palabra, rehusó todas las ofertas, por más tentadoras que hubieran sido. Cuando sus enemigos se convencieron de la inutilidad de ese recurso se intensificó la campaña periodística en su contra, fue negado todo apoyo federal al estado y se le arrebataron importantes ingresos fiscales con la federalización del impuesto sobre la producción, distribución y venta de cerveza.

Sería José López Portillo quien, años después, quiso involucrar al gobernador Óscar Flores Tapia en un plan político que tendía a destruir al propio Partido Revolucionario Institucional. Óscar no lo aceptó y después de negociaciones borrascosas con los colaboradores del presidente José López Portillo, éste dio reversa a su intención de adelantar, mediante imposiciones peregrinas y desvergonzadas, la reforma electoral que dos sexenios después conduciría al Partido Acción Nacional a ser inquilinos gratuitos de Los Pinos.

El centralismo quiso frustrar que Ignacio Cepeda Dávila, gobernador electo para el período 1941-1950, fuera el realizador del programa de obras que él mismo había planeado; y en parte logró evitarlo a un gran costo: el propio Nacho, al suicidarse el 22 de julio de 1947, dejó libre el campo para que un amigo de Alemán gobernara en Coahuila entre medio1948 y el último mes de 1950, aprovechando lo que tantos desvelos y disgustos le había acarreado.

Flores Tapia, a pesar de sus momentáneos arrebatos, actuó con prudencia: le quedaban cuatro meses de Gobierno y su programa de obras había sido cumplido con exceso. Al renunciar frustró el gran circo legislativo que estaba preparado en su contra, y en 1998, lo hemos dicho antes, volvió a entrar al Palacio de Gobierno por la puerta grande, se veló su cuerpo en imponente el salón de gobernadores y fue sepultado en la rotonda de los coahuilenses distinguidos.

El secular centralismo autoritario, ahora vestido de azul, ha rechazado a los gobernadores que sirvieron bien a quienes los eligieron, y encuentra pretextos para deslucir sus obras. Los coahuilenses ya hicimos callo viejo en tales ardides y no estaríamos dispuestos a permanecer sumisos ante un atentado más.

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