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Los cómplices del Presidente

PLAZA PÚBLICA

Miguel Ángel Granados Chapa

Por vacaciones, esta columna dejará de publicarse la semana que entra y aparecerá de nuevo el cuatro de enero de 2009.

En el año que acaba de terminar aparecieron libros clave para entender la situación política mexicana de hoy. Uno fue escrito con el rigor analítico que proveen las ciencias sociales: 2006: hablan las urnas, en que José Antonio Crespo expone, como reza el subtítulo, “las debilidades de la autoridad electoral mexicana”, fórmula suave para señalar el fraude cometido por el Tribunal electoral, cuyos magistrados basaron su declaración de validez en un torcimiento del contenido de las actas. Otro, el de Luis Carlos Ugalde, Así lo viví, es un testimonio subjetivo publicado con la pretensión de justificar su papel en el proceso electoral de 2006, como presidente del IFE. Uno más, Señal de alerta, es el alegato de un militante de la ultraderecha, Manuel Espino, convertido en jefe de la Oposición panista al Gobierno de Calderón. Y otro, el que da título a la columna de hoy, cuya autora es Anabel Hernández, que lo entiende como una contribución a que “el periodismo en México sea el reflejo de lo que los mexicanos merecemos y queremos: un país libre de impunidad, en el que la corrupción ya no sea más una conducta institucionalizada del Estado”.

La autora, que recibió el Premio Nacional de Periodismo por sus reportajes, publicó en 2005 La familia presidencial, escrito en coautoría con la también reportera Areli Quintero; y al año siguiente Fin de fiesta en Los Pinos, ninguno de los cuales fue impugnado por sus protagonistas ante los tribunales, como hicieron en cambio Marta Sahagún y sus hijos con otras obras que los describían. En su nueva obra, que reúne y amplía materiales aparecidos en la revista electrónica Reporte Índigo, dirigida por Ramón Alberto Garza, la periodista documenta la relación de Juan Camilo Mouriño y Genaro García Luna con Felipe Calderón. El libro, terminado de imprimir en noviembre pasado, justo en los días en que, muerto el secretario de Gobernación su deceso fue tenido como funeral de Estado, no perdió por ello vigencia. Al contrario, su contenido explica la desproporción del duelo manifestado por el presidente de la República quien, respondiendo a una pregunta sobre el peor momento de su gestión no se refirió, por ejemplo, al atentado terrorista en Morelia, sino a la pérdida de su colaborador, lo que subraya la convicción generalizada de que acaso sea un muy buen amigo, pero está lejos de ser un estadista.

La portada del libro (una fotografía de Guillermo Perea, de la agencia Cuartoscuro) muestra a los tres protagonistas sonrientes, a bordo de un vehículo descubierto de la Policía Federal. García Luna a la derecha y Mouriño a la izquierda, flanquean al Presidente. El primero oculta casi por completo al procurador Medina-Mora y al secretario de Marina almirante Saynez. Mouriño, a su vez, cubre con su rostro el del general Guillermo Galván, colocado en la foto en un segundo plano.

La periodista dice que los funcionarios que lo flanquean “son hoy por hoy los dos hombres más cercanos al presidente Felipe Calderón, que cada día paga un alto precio por mantenerlos en sus cargos y cada día que pasa nos hace pagar una parte de ese costo a todos.

“Mouriño es un funcionario muerto desde que se hicieron públicos sus contratos con Pemex. No es interlocutor, ni tampoco le interesa serlo. Sigue más ocupado en sus negocios que en servir al país. Ahí están los nuevos contratos en el sexenio y las nuevas franquicias de gasolina que su familia obtuvo. Sigue más ocupado en manipular los asuntos internos del PAN para satisfacer sus ambiciones para 2012 que en atender los asuntos internos del Estado. Su viejo estilo corrupto de hacer política y negocios, envuelto en un traje de Ermenegildo Zegna y con un rostro joven hoy no engaña a nadie.

“García Luna es más peligroso aún. Ni Calderón ni Mouriño han caído en la cuenta del perfil del secretario de Seguridad Pública. Es un hombre cuya biografía prueba que fue creado en las cañerías del viejo sistema del PRI, el sistema represor, el sistema en el que hombres como Miguel Nazar Haro, Luis de la Barreda, Jesús Miyazawa, Arturo “El Negro” Durazo, Jorge Carrillo Olea, Francisco Quiroz Hermosillo y José Antonio Zorrilla, por citar algunos, tenían el poder para hacer y deshacer”.

El libro de Anabel Hernández abunda en documentos y testimonios sobre la inconfiabilidad de García Luna, lo cual obliga a preguntarse sobre el motivo de que Calderón no solamente lo mantenga en su cargo sino que lo avale reiteradamente. Con base en un relato de Espino, la autora sugiere que el secretario de Seguridad Pública lo es y seguirá siéndolo porque posee información que de ser divulgada comprometería a Calderón.

Esa información versa sobre un sistema de escucha-telefónica organizado desde la oficina del candidato presidencial panista para hostigar a sus adversarios, entre ellos el propio presidente del PAN entonces. El procurador Daniel Cabeza de Vaca confirmaría el hecho a Espino: le contó que la Agencia Federal de Investigación, AFI, dirigida por García Luna en aquel entonces “dio con el domicilio donde se hacía el trabajito” y que “el expediente de esa investigación…lo conservaba García Luna”. Un asesor de la PGR dijo a Anabel Hernández que el director de la AFI “fue con Juan Camilo y la gente de Calderón a prevenirlos sobre lo que habían descubierto y se puso a sus órdenes”, de lo que la reportera infiere:

“Eran momentos muy delicados. Calderón y su equipo estaban en la cuerda floja. Nadie sabía a ciencia cierta si lograría tomar posesión o no. Si el caso del espionaje a Josefina Vázquez Mota, a López Obrador y a Espino Barrientos, se ventilaba, hubiera sido su fin… La complicidad permitió la toma de protesta. Y esa complicidad le ha salido muy cara al Gobierno de Felipe Calderón. Ha tenido que pagar comprometiendo la propia estabilidad del país al mantener a dos funcionarios que en el sexenio de Vicente Fox fracasaron en sus tareas, Medina-Mora y García Luna. A los dos se les dispensa todo, incluso la corrupción y la ineptitud”.

El libro traza las biografías de Mouriño y de García Luna y dibuja las redes de su poder. Es notoria la formación de un grupo de diez funcionarios que han acompañado al secretario de Seguridad Pública desde sus días del Cisen y ante los cuales han fallado los filtros y el control de confianza. Algunos de esos funcionarios han sido asesinados. Por lo menos uno de ellos, Édgar Millán, fue ultimado por miembros de la Policía Federal Preventiva, de la que era jefe. Otros miembros de ese equipo actúan en la cúpula de la seguridad pública federal. Ese es el caso de Facundo Rosas, recientemente removido de la Subsecretaría de Estrategia e Inteligencia Policial (para dejar en su lugar al general de División, Javier del Real) pero mantenido en otra posición de semejante nivel. Y es el caso de Luis Cárdenas Palomino, coordinador general de Inteligencia para la Prevención del Delito, cuya firme amistad con el secretario lo hace inamovible y no investigable pese a claros señalamientos en su contra. Hace tres meses, el dos de octubre de 2008, la autora presentó ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos una queja contra Cárdenas Palomino, por amenazas que le ha dirigido “a raíz de las investigaciones que he publicado sobre su grupo”.

Son varias y contundentes las denuncias contra los vínculos de García Luna y los suyos con grupos delincuenciales. El presidente Calderón las conoce, pero desestima sus alcances. El propio general secretario de la Defensa Nacional lo ha hecho (y acaso por ello un hombre de su confianza reemplaza en el cargo número dos de la SSP a uno de los secuaces de García Luna)

Tras su investigación (publicada por Grijalbo, como sus libros anteriores), Anabel Hernández concluye que Mouriño y García Luna “no son la enfermedad sino el síntoma de un problema más grave: Felipe Calderón (puesto que) el presidente es el único responsable de mantener a JC y a Genaro en sus puestos. Es el presidente de la República quien los tolera y mantiene a pesar de todo. ¿Lo hace voluntaria o involuntariamente? Hay incluso quienes se preguntan si en vez de jefe es rehén de los dos. De ese tamaño es el nivel de complicidad de lo ocurrido en la campaña de 2006 y en lo que va del presente Gobierno…”.

EL PASADO PRESENTE.- El 28 de diciembre de 1994, ayer hace exactamente catorce años, el presidente Ernesto Zedillo destituyó a su secretario de Hacienda Jaime Serra Puche y lo reemplazó con Guillermo Ortiz, ahora gobernador del Banco de México. Con esa decisión el nuevo presidente intentó enfrentar la crisis que la habilidad de su antecesor y después enemigo Carlos Salinas hizo que se conociera como “el error de diciembre”, crisis que empobreció a millones de mexicanos.

Al examinar las causas de la crisis, dentro de un análisis de la Presidencia salinista, el profesor Rob Aitken no vacila en asegurar que Salinas fue el responsable de las políticas que diezmaron la planta productiva del país y dieron lugar al enorme fraude a los ciudadanos que fue el rescate bancario a través del Fobaproa. Dice Aitken:

“El Gobierno mexicano había estado apoyando al peso todo el año. Hacia el 19 de diciembre las reservas habían caído a niveles peligrosamente bajos. El 20 de diciembre, el nuevo secretario de Hacienda Jaime Serra Puche, anunció una ampliación de la banda de fluctuación permitida al peso. La presión contra esta moneda creció y las reservas del Gobierno continuaron su descenso. El 22 de diciembre el Gobierno permitió la libre flotación de la moneda. Su valor se colapsó al evaporarse la confianza de los inversionistas. Éstos temían que el Gobierno no tuviese suficientes reservas internacionales para cumplir el pago de sus deudas. El capital huyó del país a un ritmo alarmante y la economía cayó en un sumidero. Salinas culpó de la crisis al Gobierno entrante por no haber sabido manejar la devaluación del peso. Zedillo, a su vez, culpó a la Administración saliente por haber mantenido sobrevaluada la moneda durante demasiado tiempo y por haber equivocado la política fiscal en sus últimos meses. Esto abrió un profundo abismo entre ambos hombres.

“Sin embargo, las semillas de esta crisis se remontan mucho más atrás de los hechos de 1994 y se encuentran en el centro de las políticas salinistas. La política cambiaria congelada que Salinas defendió tenazmente a lo largo de su sexenio como clave para la estabilidad macroeconómica, hoy se reconoce ampliamente como la principal causa de la crisis del peso en 1994. La estrecha alianza que la élite tecnócrata forjó con el gran capital también contribuyó a los sucesos que desembocaron en la crisis. La política de tasa cambiaria fija, que sólo permitió al peso frente al dólar deslizarse lentamente, derivó en un peso cada vez más sobrevaluado. Ello, unido a la liberalización del comercio, resultó en un enorme déficit comercial. Para cubrir esta brecha, el Gobierno buscó más capital foráneo, y como necesitaba mantener esta entrada de capital, tomó medidas para asegurar los activos. La tasa fija cambiaria fue importante para prevenir que las acciones de los inversionistas se depreciaran ante cualquier devaluación monetaria y para mantener su confianza.

“Sin embargo, el Gobierno también autorizó la creación de instrumentos ‘evasivos’ que eliminaron los riesgos de cualquier ajuste macroeconómico futuro. El capital extranjero sí entró a México, pero lo hizo sobre todo en forma de portafolios de flujo de capital, más que como inversión directa. La relación entre el déficit comercial y la tasa cambiaria se convirtió en un círculo vicioso. La lenta tasa fija continuó inflando al peso, lo que hizo que las importaciones fueran más asequibles, incrementando con ello el déficit comercial y los requerimientos de más capital extranjero. Para mantener esta entrada de inversión extranjera el Gobierno tuvo que continuar sosteniendo el valor del peso. Cualquier afectación de la confianza del inversionista haría que esta dinámica fuese inestable. En 1994, la rebelión zapatista y los asesinatos políticos coincidieron con el incremento de las tasas de interés en los Estados Unidos, por lo que los inversionistas comenzaron a retirarse de México.

“La política de la tasa cambiaria benefició lo mismo a la élite tecnocrática en control del Estado que a sus aliados de las grandes empresas. Muchos empresarios participaron en las actividades de especulación financiera relacionadas con el portafolio de capitales. Más importante aún: los líderes del sector privado consideraron que los beneficios de mantener la confianza y una moneda estable superaban los peligros de una sobrevaluación. Si bien en teoría un peso sobrevaluado hacía menos competitivas a las empresas mexicanas, muchas de las grandes firmas dependían de materias primas importadas y de préstamos extranjeros para su financiamiento, por lo que resultaba más barato tener un peso sobrevaluado. El Gobierno también se benefició políticamente de un peso sobrevaluado. La entrada de capital extranjero ayudó a pagar sus programas de gasto social, a controlar los precios (asunto bastante importante para los sindicatos obreros) y aumentó el poder de compra de la clase media”.

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