Sería bueno intentar un recuento de las buenas causas que se han ido al caño por efecto de la desmesura. Sería un trabajo provechoso el ir sumando pacientemente todos los impulsos nobles que se han desbarrancado en el país por no encontrar la medida precisa para su propulsión. Sería una contabilidad de todos esos buenos propósitos que se han echado a perder por la incapacidad colectiva para fijar la dimensión de la denuncia y el calibre de la demanda. Que necesitamos una crítica filosa es algo que, como dicen en el norte, anda sin que se diga. El problema es justamente ése: el filo. Para que el instrumento sea cortante debe ser firme pero, sobre todo, delgado como una hoja. Si se ha hablado del pensamiento como una navaja es precisamente por eso: por su vocación cortante, incisiva. Cirugía que penetra la médula sin maltratar las adyacencias. La navaja del cirujano es, ante todo, un dispositivo de exactitud, una herramienta de diferenciación, el vehículo del discernimiento.
Tal parece que el bisturí es desconocido en los quirófanos de la polémica nacional. Operamos con machetes maldentados, a base de martillazos y golpes de zapapicos. No cerramos los ojos ante la evidencia de la enfermedad pero, tras ubicar el tumor, pensamos que la intervención será más benéfica cuanto más duro, más contundente y más dilatado sea el mazazo. Los tejidos sanos y los infectos reciben así el mismo tratamiento. Todo lo que está cerca del quiste será molido a golpes. No es extraño que el grito común a todos los clanes del poder sea un himno a la brutalidad: “¡duro!, ¡duro!”
El efecto de esta crudeza del juicio no es simplemente intelectual sino, sobre todo político. El imperio de los juicios burdos y enérgicos, el reino de los veredictos combativamente categóricos no deja espacio alguno para la negociación. Una desmesura invita a otra. Se confunde la vehemencia con la profundidad. Se cree que el ímpetu de la denuncia es proporcional a la convicción. Mientras más elevado sea el tono, más comprometido el denunciante. En todo caso, esta desmesura no es una invitación al coloquio, sino una nueva declaratoria de guerra proclamada, normalmente, desde el montículo de la superioridad moral. Desde ese sitio no vale la pena perder el tiempo con ponderaciones. Se pontifica, es decir, no se tiene la necesidad de buscar la medida de las cosas. El problema no es la radicalidad del dictamen —¡cuánto nos falta un pensamiento de las raíces!—, sino su dispersión. La condena, por muy exaltada que sea, no suele ir hasta el fondo, sino que, chapoteando en las superficies, mezcla y confunde. Un problema concreto es el atajo para decretar la catástrofe generalizada. Un episodio específico sirve como síntesis del todo.
Los estudios internacionales han detectado dos fallas medulares de nuestra educación. Los mexicanos no aprendemos en la escuela a leer ni a contar. No somos capaces de descifrar un texto complejo ni de expresar con claridad nuestras ideas a través de las letras. Tampoco sobresalimos por nuestra destreza en el cómputo de los números. Quizá de ahí venga esa propensión a sacar las cosas de proporción que nos tienta permanente a quemarlo todo. Es que no sabemos emplear la infinita gama de los adjetivos, ni apreciamos el valor de las magnitudes. Del inmenso arco de los calificativos, tendemos a colgarnos de un paquete reducido de colorantes. Desastroso, siniestro, fatídico, sombrío, inmundo, ruinoso, apocalíptico. Tampoco hemos sido buenos en la medición de nuestros males. Porque los padecemos los conocemos bastante bien pero, ¿nos percatamos de la dimensión de nuestros problemas?
La crítica de la desmesura se redacta en clave dramática. La catástrofe es siempre inminente; los desalmados imponen tercamente su crueldad, pero los buenos sobreviven, a pesar de todo. Si hacemos caso a lo que leemos, México vive, siempre, al borde del abismo. Estamos a un soplo de caer en el totalitarismo, a un paso de vender el alma de nuestra identidad, a un pelo de ser encarcelados por una nueva autocracia, de volvernos esclavos, a punto de perder el último bastión de la libertad. La cruzada, sin embargo, es acompañada por una melodía que ofrece connotaciones mucho menos enérgicas. Se impone en realidad una narrativa melodramática donde la exageración y el patetismo son la nota cotidiana. La épica resulta, al final del día, pastelazo telenovelero.
No es difícil anticipar una reacción frente a este reclamo de moderación. Las cosas están suficientemente mal como para detenerse en comedimientos y recatos. Hay que levantar la voz, hay que gritar. Con algún anacronismo se escucha hoy una serie de invectivas contra los moderados. Se les acusa de lo de siempre: de ser cómplices de los conservadores, de ser tímidos y cobardes. Los moderados son perversos sin energía. Dirán que la cuenta necesaria es otra: la de todas aquellas causas que la tibieza frustra. Su argumento tendrá también algo de razón, supongo. Yo me concentraría ahora en la esterilidad de una crítica estridente que campea solamente en la indignación, esa moral de corto plazo de la que hablaba Octavio Paz. Si es urgente enfocar el debate sobre nuestras dolencias, si es imperativo dar nombre a lo inaceptable y defender lo crucial resulta indispensable pasar de la crítica del golpe a la crítica del filo.
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