En pocos días el espíritu olímpico nos ha envuelto gracias a la comunicación electrónica y a la magia de China, un país que a todos cautiva por su historia, tradición y su misteriosa cultura.
Los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 han sobrepasado las expectativas en cuanto a la organización, la modernidad de sus instalaciones y la impresionante calidad de los atletas.
Casos como el nadador norteamericano Michael Phelps, la gimnasta china Jiang Yuyuan e incluso las mexicanas Paola Espinosa y Tatiana Ortiz, son prueba fehaciente de que no existen límites en el ser humano cuando hay talento, dedicación y disciplina.
China se preparó para dar un golpe de imagen al mundo entero, quizá para intentar esconder los serios rezagos que padece en materia de libertades y derechos humanos.
Y están logrando el objetivo porque con este evento y sus avances sorprendentes en materia económica han asumido un liderazgo que puede desbancar a Estados Unidos en las próximas décadas, especialmente si realizan cambios profundos en su estructura social y política al tiempo que consolidan su progreso material.
No olvidamos las sabias palabras del primer ministro Deng Xiao Ping cuando en 1985 expresó que “China se preparaba para convertirse en una sociedad medianamente acomodada hacia el año 2050”.
Han pasado veinte años de aquella promesa y vemos cómo los chinos han avanzado al grado que podrían llegar mucho más lejos de lo planeado para la mitad del presente siglo.
Una maravilla de estos Juegos Olímpicos es observar la convivencia pacífica y amistosa de tantos atletas provenientes de países disímbolos en cultura, idioma y ubicación.
Las Olimpiadas que promovió el francés Pierre Fredy, Barón de Coubertin, demuestran que el hombre es capaz de competir en armonía, sin necesidad de guerras y conflictos.
Por ello hay que promover el espíritu olímpico y decirles a nuestros hijos y amigos que la paz en el mundo es posible y que se puede competir en el deporte y en lo económico fuera de la violencia física, los rencores y las pasiones humanas.
Sin embargo, hay dos excesos en las Olimpiadas que convendría cambiar para lograr que estos eventos alcancen todavía mejores resultados.
Uno de ellos es su altísimo nivel de comercialización. Hace 36 años Mark Spitz subió al pódium con sus tenis en la mano y recibió las peores críticas por su aparente intento de favorecer a una compañía.
Hoy las empresas patrocinadoras controlan los Juegos Olímpicos a través de la publicidad y ya no sabemos si un atleta ganó la medalla de oro por mérito propio o por vestir uniforme con una paloma o comer hamburguesas de los arcos amarillos.
Los atletas son utilizados como mera mercancía al grado que algunos están más preocupados por complacer a su patrocinador que en ganar una medalla para su país.
La segunda gran preocupación de las Olimpiadas modernas es la diferencia abismal en el nivel competitivo entre los países y los atletas participantes.
No es posible que países poderosos como Estados Unidos, China, Alemania, Rusia y Gran Bretaña compitan al tú por tú con naciones pobres y atrasadas.
Tampoco tiene mérito alguno que el profesional Rafael Nadal gane oro en tenis ni que los norteamericanos Kobe Bryant y LeBron James se coronen en baloncesto.
Por ello la propuesta es sencilla y directa: organizar unos Juegos Mundiales al estilo de la Copa Mundial de Futbol sin límites para los profesionales y la comercialización.
Y en fecha separada realizar las Olimpiadas en donde los competidores sean amateurs y la publicidad limitada. Habría menos desigualdad y más oportunidades para los atletas de corazón que no lucran con el deporte. ¿Será posible un cambio a estas alturas?
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