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Los gatilleros

Gilberto Serna

La incredulidad se apoderó de quienes lo conocieron. No se daba crédito a la noticia que empezó a circular entre el gremio de abogados. Lo poco que había trascendido durante la mañana fue que tres personas habían descargado sus armas en contra de un profesionista por la calle de Pelícanos que converge con la de Saltillo 400, a la altura de conocidos edificios multifamiliares. Poco a poco empezó a trascender que había sido baleado conocido litigante que saliendo de su domicilio estaba por subir a su automóvil, en el que se dirigiría a trabajar a los juzgados, cayendo en el pavimento donde quedó tendido ya sin vida. Un lagunero más sacrificado en aras de la impunidad. Se ignora cuál fue el motivo para que dispararan en su contra hiriéndolo de muerte. De lo que me han dicho, en los medios donde se desenvuelven los letrados, no se trató de un ajuste de cuentas derivado de actividades relacionadas con la venta de mercancías ilícitas, sino más bien de negocios en que recibía en prenda bienes muebles o en tal caso, se trababan gravámenes hipotecarios a su favor sobre bienes raíces, por concepto de onerosos y quizá con leoninos intereses en préstamos a particulares. Lo anterior puede ser, no lo aseguran. Es, una teoría tan buena como cualquier otra mientras no se conozca la verdadera causa.

Las familias laguneras se han ido acostumbrando a que en las calles, a plena luz del día, con indebida frecuencia ocurran incidentes de la misma laya, de semejante jaez. Los periódicos nos dan cuenta de cruentos hechos en que se advierte que el respeto a las fuerzas del orden se ha perdido, si es que alguna vez hubo esa consideración hacia los elementos de seguridad. No la hay debido a que, se sabe, los cuerpos han sido infiltrados por grupos de maleantes, a los que sirven de rodillas, olvidando el sacrosanto compromiso que adquirieron con el pueblo. Un uniforme es más que una chaquetilla, que una gorra galoneada y una placa de policía, es y será por siempre un servicio público que pide el más profundo convencimiento de que la protección a los intereses de la sociedad está por encima de cualquier debilidad que el dinero pueda comprar. Los cadetes de la Academia de Policía al recibir su adiestramiento debe grabárseles en la frente, como si fuera una muesca con hierro candente, que es un honor, el más alto para un policía, el estar al servicio de su comunidad. Que es deber del policía ser útil a la sociedad, no el aprovecharse de la colectividad. Mientras no se les inculque un acendrado amor a sus semejantes de nada vale que sean dotados de macanas o de flamantes patrullas, ni que reciban entrenamiento en artes marciales o que practiquen en un polígono de tiro. Deben comprender que su papel no es el de recaudadores de multas, menos el que hagan de mucamas de sus superiores, sino el de prevenir la comisión de delitos o el de perseguir a infractores.

Ha muerto un padre de familia. Su esposa lo acompañaba al auto cuando ocurrió la tragedia. Una viuda más producto de la indolencia de las autoridades que tienen la obligación de preservar la integridad física de los habitantes de esta comunidad. Quizá el ruido de sus saraos y toscos festines los distraigan no permitiéndoles enterarse que la muerte violenta de un solo ser humano destruye el orden social y atenta contra la seguridad jurídica. Los padres de familia, no debemos voltear la vista hacia otro lado haciéndonos los desentendidos, como si nada hubiera ocurrido. Un ser humano ha sido sacrificado y la respuesta social es un gran silencio, que no puede ser interpretado de otra manera que el de una flagrante complicidad. Es como si todos hubiéramos disparado las pistolas que usaron los gatilleros. En la sacrosanta paz de los hogares se comenta el hecho como si hubiera ocurrido en las estepas rusas y no en una céntrica vía pública por la que los habitantes de esta ciudad transitan a diario. Queremos olvidarnos del hecho lo más pronto posible. Aún antes de que el cuerpo del inmolado se haya enfriado y sea llevado a su última morada. La conclusión sería, ante nuestra murria, que somos insensibles ante el dolor de los demás.

Es un hecho en que la impunidad de los autores se solaza, en el convencimiento de que no será otra cosa que un crimen más en los anales de la delincuencia. Todos conocemos que no habrá sorpresa alguna cuando se escuchen las consabidas frases de: “estamos tras su pista, pronto lograremos echarles el guante; seguimos varias líneas de investigación; estamos muy adelantados, no podrán escapar al largo brazo de la ley. Nada de detener a sospechosos si no tenemos pruebas seguras de su participación”, que si patatín, que si patatán, eso durará el tiempo suficiente para que el paso del tiempo lo cubra con el clásico manto del olvido. A propósito, se dice que la pobreza está golpeando a las familias como nunca, generaciones enteras de mexicanos la están padeciendo. Eso indudablemente está provocando un sordo rencor social, de quienes habitan en condiciones infrahumanas. Y está dando lugar a que ciertos individuos, de dudosa catadura moral, pertenecientes a sectores de escasos recursos, se alquilen al mejor postor para realizar actos que quien paga no se atreve por cobardía, falta de destreza o simplemente por no mancharse las manos de sangre; aclaremos que no es por miedo a la diosa Temis, la de la balanza y la espada. Si es cierto lo que me dicen, se están contratando mercenarios que, por treinta monedas, son capaces de vender su alma al mismísimo chamuco, cuantimás a apagar la llama de la vida de un cristiano. Y no los culpo, aunque en ello mal hagan, el estómago vacío suele ser pésimo consejero. En fin, doy mis más sentidas disculpas por divagar, concluyendo en que el sobrevivir o no, chueco o derecho, también tiene su precio.

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