Como la de Cananea, según el corrido famoso, la cárcel de Tijuana está situada en una mesa. Así se llama, La Mesa, el más grande de los eufemísticamente llamados Centros de Readaptación Social en Baja California. En sólo tres días, entre el 13 y el 16 de septiembre fueron asesinadas allí por lo menos 21 personas, aunque la cifra podría aumentar tan pronto sea vencida la renuencia oficial a informar con claridad de lo ocurrido. La mayor parte, casi todas las víctimas, murieron a manos de la Policía Federal Preventiva, llamada a contener un motín, lo que hizo con el recurso extremo de disparar contra reclusos inermes y que no tenían consigo rehenes cuya vida estuviera en peligro.
Todo comenzó el sábado 13 con otro acto de brutalidad. El reo Israel Márquez, un muchacho veinteañero, fue torturado y muerto por custodios del penal, a la vista de sus compañeros, pues el hecho ocurrió en uno de los pasillos de la prisión. Los vigilantes dijeron haber encontrado droga y teléfonos celulares en la celda de Márquez (y de muchos presos más), y trataban de obtener informes sobre el hecho. Ante el asesinato de su compañero, un grupo de reos se amotinó el domingo, aprovechando la visita familiar. La rebelión fue reprimida esa misma noche, por la Policía Estatal, con saldo de tres muertos, dos a balazos y uno a golpes. Hubo también 25 heridos y, al parecer, diez reclusos se fugaron, pero ni siquiera pasados unos días el Gobierno tenía claro si hubo quien se evadiera y cuántos lo hicieron. Por lo menos, los funcionarios del caso rehusaron hablar del tema.
Como secuela del motín dominical, se suspendió la entrega de alimentos y agua potable el lunes. Por esa causa de la sección femenil surgió una nueva movilización, que se convirtió en motín de nuevo cuando los varones sumaron su protesta a la de las mujeres, subieron a las azoteas de los edificios, quemaron allí sus colchones y ocultos tras la humareda espesa y oscura enfrentaron con lo que podían a la Policía Estatal que, al ser insuficiente, fue reforzada por la Federal. En un notorio exceso de fuerza, derivado de su impericia ante este género de rebeliones, los uniformados de la PFP dispararon con parque efectivo sus armas reglamentarias, calibres 9 milímetros, .223 y 7.62. La mayor parte de los muertos fueron alcanzados en el cráneo, el tórax y el abdomen. Algo semejante ocurrió con los alrededor de sesenta heridos que dejó la cruenta operación. La Procuraduría local reconoció que al menos 13 reclusos murieron a manos de la PFP.
Con ese recurso extremo el motín fue sofocado el martes 16. Daniel de la Rosa, secretario de Seguridad Pública negó que hubiera muerto nadie, pero el propio gobernador José Guadalupe Osuna admitió que 19 personas corrieron esa suerte, si bien la Procuraduría inició la averiguación previa por el homicidio de 17 reclusos. El gobernador dispuso también montar una mesa de diálogo con los parientes de los reos, que se agitaban a las afueras del penal mientras ocurría la balacera. Pidió al procurador de derechos humanos y protección ciudadana, Francisco Javier Sánchez Corona mediar entre las familias, ávidas por conocer el destino de los suyos, pues se ignoraba el nombre de las víctimas y de las decenas de presos que fueron trasladados a El Hongo, otro Cereso bajacaliforniano. Pero no hubo diálogo porque los funcionarios a quienes se encomendó participar en él aprovecharon la ausencia de Osuna (que viajó al Distrito Federal a la sesión del Consejo Nacional De Seguridad Pública ocurrida el viernes 19) para incumplir su deber.
El penal de La Mesa sintetiza los males del sistema penitenciario mexicano (y ejemplifica la crisis de la prisión como medio punitivo, que no regenera a quienes la padecen sino que empeora su condición). Sufre un hacinamiento pavoroso. Con instalaciones para cuatro mil reos, se aglomeran allí más del doble, más de ocho mil, que son custodiados por sólo treinta guardias en cada turno. Esa deficiente vigilancia (laxada también por la corrupción) permite que haya tráfico de drogas y de celulares y una modalidad terrible de prostitución, en que los presos pobres ponen sus mujeres a disposición de quienes pueden pagarlas. Es que la mayor parte de los reclusos, como dice también el corrido de Cananea, se encuentran encerrados “a causa de su pobreza”.
Construido en 1952 para servir como penitenciaría en el inminente estado, en ese establecimiento la dejadez y la corrupción generaron una prisión sui géneris. Los reclusos vivían no aislados en celdas y crujías sino con sus familias en pequeñas viviendas que hicieron posible llamar El Pueblito a esa cárcel. La singular modalidad cesó al comienzo de los noventa, fecha en que la cárcel tijuanense comenzó a estar en la mira de los organismos públicos y privados de derechos humanos. De 1992 data la primera recomendación sobre su funcionamiento, emitida por la Comisión Nacional De Derechos Humanos. La propia CND le reservó un tratamiento especial en su Informe sobre la situación de los derechos humanos en los centros de reclusión de la Republica mexicana.
Asimismo, la Procuraduría local de Derechos Humanos ha formulado recomendaciones sobre ése y otros penales bajacalifornianos. Pero el Gobierno Estatal, o de plano no las admite o no las atiende. Prueba de ello es que ante la crisis de La Mesa, que está en curso todavía, nombró director del Cereso a Jesús Héctor Grijalva, señalado por el ombudsman local como violador de derechos humanos.