Comentábamos ayer cómo, al regresar de vacaciones, uno se topa en su buzón electrónico (en el de fierro nada más reposan dos sobres) con montones de correspondencia de todos los colores y sabores… en su mayoría, mensajes, publicidad y propaganda de personas, empresas e instituciones de los que uno no tiene la más remota noción de quiénes son, para qué sirven o a qué ejido representan.
Pero existe una clase de mensajes que llama particularmente la atención. Y son aquellos que pretenden engañar al recipiente con trucos y trampas de lo más inocentes. Al leerlos después de muchos esfuerzos (dado que usualmente están escritos en un inglés sencillamente atroz), uno se pregunta qué ingenuos serán capaces de caer en garlitos tan evidentes. Y es entonces que recordamos que la credulidad humana no tiene límites.
Recuerdo como si fuera ayer el día en que tuve la primera noción de que el engaño y (sobre todo) el autoengaño existían en este mundo: un servidor tenía unos diez años cuando una muchacha del servicio doméstico que trabajaba en la cuadra resultó víctima de un paquero. Como el término era nuevo, pedí que me lo explicaran. Cuando me describieron la manera en que la gente era engatusada y se dejaba engañar con fajos de papel periódico que simulaban billetes, no podía creer que existiera semejante inocencia. Pero existe, y el truco sigue dando frutos todavía en el siglo XXI.
Así pues, no dudo que entre los millones de mensajes que mandan esos embaucadores (situados sobre todo en África Occidental), uno que otro sea respondido por un alma pura que busque hacerse millonaria gracias a los buenos oficios de un tipo del que jamás había oído hablar. Y que esas almas puras resulten esquilmadas hasta los huesos por andar de babas… y de ambiciosos. Todo hay que decirlo.
Los mensajes de los paqueros electrónicos de hoy en día tienen que ver con ingentes cantidades de dinero que, por una u otra razón, están sin qué hacer en la bóveda de un banco de Ouagadougou o alguna otra exótica ciudad africana por el estilo. A veces porque están en la cuenta de una familia que murió trágicamente en un accidente aéreo. A veces, porque alguien olvidó cerrar la cuenta y ahí está, con millones de dólares ociosos. En ocasiones un empleado “descubre” el dinero, que se había traspapelado (en cantidades que exceden el PIB del país en que está el banco; mira qué descuido). El caso es que siempre se necesita a un extranjero que retire el dinero y luego vaya a ‘mitas’ con quien está proponiendo la transacción.
Una variante es avisarle a uno que ganó un premio en la lotería holandesa… aunque no haya visto un tulipán ni en Día de Muertos.
Total, que mucho de la basura que desborda nuestros buzones electrónicos no es otra cosa que una colección soberbia de maneras de engañar al prójimo… Y un muestrario de hasta dónde puede llegar la humana ingenuidad.