Más que un homenaje luctuoso a la memoria del malogrado Juan Camilo Mouriño, la manera en que se condujo la ceremonia daría la impresión de que se trataba de atrincherar al régimen en contra de lo que aún no se ha dicho de si fue un accidente o un siniestro provocado. El torrente de elogios que le dedicó el Presidente a su amigo, trajo la consecuencia de que, quienes ignoran el protocolo de ceremonias fúnebres se dejaran llevar por sus emociones criticando las palabras del jefe del Ejecutivo. Les parecieron excesivas cuando no desproporcionadas. Juzgue Usted.
Destacó la lealtad de su colaborador, su amor a México, su sensibilidad política, su eficacia, su inteligencia, su visión estratégica y su capacidad para el diálogo, además de reunir en su persona la franqueza, la honestidad, la alegría, la serenidad, la capacidad, el talento, la dedicación, la disciplina, la rectitud, la tolerancia, el patriotismo, siendo un hombre de acción, de carácter, que vino a darle cohesión al equipo de gobierno. Toda esta apología hubo a quienes no gustaron, considerándolas hiperbólicas, sin darse cuenta de que para el gobierno era necesario dejar en claro que no se equivocó, al darle el nombramiento de secretario de Gobernación y que las críticas de negocios turbios eran infundadas y calumniosas.
Los restos se encontraban irreconocibles, totalmente calcinados, desintegrados, aseguró el subprocurador de Averiguaciones Previas del D.F., Luis Genaro Vázquez.
No era para menos, es de suponerse que el avión se viniera abajo al perder súbitamente su altura donde se desplazaba a 300 kilómetros por hora, destruyéndose el fuselaje al desplomarse “como un ladrillo” y chocar en tierra. Hay cantidad de hipótesis. Se oyen aquí y allá, de pronto todos los mexicanos nos hemos vuelto técnicos especialistas en vuelos y sobre todo en catástrofes. Cual más, cual menos todos especulamos considerando que, si bien no podemos afirmar que hubo un acto terrorista, tampoco lo podemos descartar. Están tan calientes las cosas que si las periciales concluyen que fue un accidente, pocos van a creerlo.
Cómo estarán las cosas, para que Antonio Garza, embajador de Estados Unidos, brincara al ruedo indicando que no hay indicio se haya tratado de un sabotaje y sí de un trágico accidente. De seguro consultó a los astrólogos.
No me extrañaría que el chofer de taxi que me trasladó, en uno de estos días, al centro de esta ciudad estuviera acertado en sus razonamientos acerca de cómo sucedieron los hechos. Su tesis, es tan válida como cualquier otra, mientras no haya un dictamen oficial que la desmienta. Salvo algunos errores de dicción, que consideré mi deber corregir en beneficio de los lectores, él discurría así:
“Se fijó jefe, en que la nave levanta el vuelo en el aeropuerto de San Luis Potosí, en un vuelo normal, arribando a la Ciudad de México se comunica con los controladores aéreos. Hasta ese momento no había sucedido nada que hiciera sospechar lo que acontecería a continuación. Las voces desde el avión y de la torre del aeropuerto se escuchaban normales. Los pilotos, hasta ese momento, no habían reportado ninguna emergencia. Desde la torre de control le ordenan a los pilotos que cambien la frecuencia de radio, se alcanza a oír, la palabra “entendido”, dicha la cual se pierde contacto con la nave, la cual desaparece del radar. En ese instante el avión se precipita a tierra en caída libre”.
“Lo paradójico del caso –continuó su monólogo- es que hayan sido los pilotos los que involuntariamente pusieron en marcha el sistema que aparentemente dejó sin electricidad al avión, bastando con que movieran la perilla del cambio de frecuencia, que les habían pedido desde la torre de control, para que se detuvieran las turbinas y se trabaran los controles provocando su desplome. Debe suponerse que el tablero fue manipulado para que se cortara el suministro de energía eléctrica. Lo hizo alguien que conoce al dedillo cómo funcionan los Learjet”.
Aquí me bajo, le dije nervioso, paró su auto de alquiler al borde de la acera. Luego que pagué el importe que marcaba el taxímetro, le dije “veo que es usted aficionado a las novelas de Sherlock Holmes”, sin hacer caso de mi comentario, volteó a mirarme con socarrona actitud y agregó “si resulta buena mi deducción, dijo, que el Señor los agarre confesados, por que no se la van a acabar”.
Luego, mientras arrancaba, dándose cuenta de mi perplejidad, soltó una insolente carcajada. Aún alcanzó a gritar “que las autoridades se pongan las pilas. Si lo que le dije es cierto, lo que pueda suceder en el futuro, estará más cañón”.