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Los tiranos y su indiferencia

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

No recuerdo dónde lo leí, pero por ahí debe de andar: alguien le preguntó a un veterano diplomático de carrera cuáles eran los requisitos básicos para su profesión. Como respuesta, contó una anécdota: hallándose en la casa de un ministro extranjero, fue dejado solo en una estancia calentada por esplendorosa chimenea. Como el anfitrión se tardaba, el diplomático tomó asiento en una hermosa silla de las que había en el cuarto. Pero la hermosa silla era también una antigüedad, que no resistió el peso de quien buena parte de su vida la había dedicado a devorar canapés en las recepciones de muy diversas embajadas. La silla quedó hecha trizas. Pensando rápido, el involuntario vándalo procedió a terminar de astillar la madera, y arrojó todo a la chimenea, desapareciendo así la evidencia. Al regresar el dueño de la casa, no dijo nada porque no había nada qué decir. “Y eso es, en suma, el arte de la diplomacia” concluía muy orondo el narrador.

Así es: si la política es el arte de comer sapos sonriendo, la diplomacia consiste en tragarlos diciendo al mismo tiempo: “¿Sapos? ¿Cuáles sapos?” Y en teoría no hay diplomático de más alto rango que el Secretario General de la ONU, quien cumple las funciones de gerente general, vocero e imagen del organismo internacional. Así que ustedes se imaginarán la sutileza y el tacto que se requieren para hacerse de esa chamba.

Por ello resultaron un tanto estridentes las declaraciones del actual SG-ONU, el sudcoreano Ban Ki-Moon, quien hecho un basilisco denostó a la Junta Militar que gobierna a ese desafortunado país hoy llamado Myanmar, al que desde niños conocimos como Birmania. Lo menos que les dijo Ban fue que su respuesta a los destrozos y miseria que dejara el tifón que arrasó amplias zonas costeras del país, a principios de mes, había sido “inaceptablemente lenta”.

Y sí: los generales actuaron con pies de plomo y una indiferencia apabullante en una situación de emergencia humanitaria sencillamente crítica. Los voluntarios expertos en rescate de todo el mundo no podían entrar al país porque no tenían visa. La escasa ayuda que lograba entrar era automáticamente incautada por el Ejército, que procedía a almacenarla en sus propias barracas, muy lejos de quienes la necesitaban. En algunas regiones afectadas pasaron diez días antes de que alguien del Gobierno se dignara poner pie allí, y eso nada más para tomarse la foto para la inefable propaganda oficial. Se puede decir, con la mano en la cintura, que a la Junta Militar birmana le importaba un bledo qué le ocurría al pueblo que dice gobernar. La opinión pública mundial (whatever that is) puso el grito en el cielo: ¿Cómo se podía ser tan cruel, tan indiferente al sufrimiento de su propio pueblo?

Por un lado, la Junta no le teme a una imagen negativa entre su pueblo: en ese país, toda oposición ha sido ahogada violentamente desde 1962, en que los militares tomaron el poder. Las elecciones de 1990 en que los generales fueron aplastantemente derrotados terminaron en un baño de sangre y la imposición de la ley marcial. Si acaso, el pueblo birmano va a odiar todavía más a quienes lo han tiranizado desde hace casi cinco décadas. Y lo que opine el resto del mundo a los generales les importa aún menos: Myanmar es uno de los países más cerrados, aislados y pobres del planeta. Sus intercambios económicos, diplomáticos, culturales y de todo tipo son mínimos.

Todo lo cual, en realidad, no debería de sorprendernos. Con pasmosa frecuencia, los dictadores contemporáneos muestran que lo que les importa es el poder por el poder mismo, no para promover mejoras entre la población, no para dejar una huella luminosa en la historia, no para ser recordados con cariño o siquiera benevolencia. Actúan según el criterio dictado por sus propios caprichos, apoyados en el uso indiscriminado de la fuerza, y sin la más remota noción de la responsabilidad histórica. Que sean detestados cuando ahuequen el ala no parece importarles en lo más mínimo. De hecho, no les importa siquiera ser detestados en vida, con tal de que se les tenga miedo.

Así, hallamos que las inmensas penalidades que Stalin le infringió al pueblo ruso no tenían como objetivo último una mejoría en sus condiciones de vida: lo que deseaba era convertir a la URSS en una potencia industrial que pudiera darle un quién vive a Occidente, para tener con qué pegarle en una contienda futura: él quería músculo, no grasa; fuerza y no comodidades. Cuando el Ejército Rojo entró a Berlín en 1945, muchos soldados soviéticos se entretenían horrores jalando la cadena de los excusados en los departamentos berlineses: los hijos de la Gran Patria Socialista no habían visto uno de esos artefactos en su vida. Por supuesto, para Stalin lo crucial fue que los vinieron conociendo en el corazón de Alemania. Ya luego aprenderían a usarlos.

A propósito de ese lugar y fecha: las últimas palabras de Hitler a los alemanes fueron que no lo habían sabido apreciar. Lo que les ocurriera se lo tenían bien merecido por mediocres, blandengues y cobardes. Mientras un puñado de chiquillos de las HitlerJügend se la rifaba peleando con las uñas contra los soviéticos, Hitler no tenía sino desdén hacia el pueblo al que acarreó a la catástrofe. De hecho, esperaba que Alemania quedara destruida por no haber estado a la altura. Eso pensaba el Führer de quienes lo siguieron hasta la ignominia.

¿Y qué me dicen de Mao? Mientras millones morían de hambre durante el “Gran Salto Adelante” (1957-59), como se le llamó a una serie de políticas económicas demenciales imaginadas por el Gran Timonel, éste se ponía “fúrico” porque no se alcanzaban las metas de producción de acero y cemento. Y cuando sobre China se abatió su última catástrofe natural tamaño caguama, el Gran Terremoto de Tangshan de 1976 (en donde se calcula, murieron al menos 240,000 personas), Mao se negó a recibir ayuda exterior, y el hecho apenas fue conocido dentro de la misma China. Mao no deseaba que los foráneos vieran lo primitivo de la infraestructura y la milicia del país; y no le quería dar mucha publicidad al suceso: según la tradición china, un evento como aquél era presagio de un cambio de dinastía. Y en efecto, Mao murió unos meses después. Pero quién sabe cuántos fallecieron sepultados entre los escombros, esperando ayuda que no llegó porque Mao no quería hacer mucho escándalo.

Podríamos seguirle con las tiranías cleptocráticas de Idi Amín, de Mobutu Sese Seko, de Robert Mugabe… pero no queremos hacerles de piedra el hígado, en este domingo en que el Santos pasa a la siguiente ronda.

Ah, se nos pasaba: una cosa curiosa: los tiranos tienen la extraña manía de andarle cambiando de nombre a su país. Quizá como señal de refundación, quizá por que no tienen nada mejor qué hacer, quizá para darle chamba al cuñado encargado de imprimir la papelería oficial. Pero Mobutu convirtió al Congo en Zaïre; Mugabe hizo de Rodesia un país hoy llamado Zimbabwe; y la Junta birmana le cambió hace ya buen rato el nombre a su sufrido país por el de Myanmar.

Así pues, la historia nos enseña que no se puede esperar que los dictadores hagan gran cosa por las personas que cotidianamente aplastan con sus botas y bayonetas. Más bien, dense de santos si le dejan el mismo nombre al país…

Consejo no pedido para que su cónyuge no lo tiranice durante la Fiesta Grande del Futbol Mexicano (¡Juar, juar! Ni ellos se la creen): vea “El último rey de Escocia” (The last King of Scotland, 2006), agudo vistazo a la extravagante dictadura de Idi Amín en Uganda. Provecho.

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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