La siguiente historia la desarrollo partiendo de una frase del escritor escosés John Muir. Resulta que Eutacho, el joven güemence que había partido a la capital a estudiar filosofía y letras, llegó como el jibarito –lleno de contento– a casa del viejo Filósofo, después de los saludos de rigor le dijo con el afecto que se reciprocaban:
––¿Sabes una cosa, mi estimado Filósofo?, cada mañana induce en mí un sentimiento positivo de amor por la vida, cada que amanece doy las gracias porque el sol brilla sobre nosotros.
El Filósofo le correspondió con una sonrisa amistosa, contestándole:
––Mira, m’ijo, lo importante no es que el sol brille sobre nosotros... sino en nosotros.
Al respecto, Richard LeGallienne dice: “Me disponía a trabajar hoy, pero un pájaro me cantó en la rama del manzano, una mariposa hizo piruetas en el aire y los árboles susurraron mi nombre. La brisa voló sobre los campos meciendo los pastizales, y un arco iris me extendió su mano... ¿qué podía hacer yo, sino soltar una carcajada e ir?”.
Debemos ir por la vida con el sol de la alegría, del entusiasmo, de la fe, de la esperanza en nuestro rostro, que no será otra cosa que el reflejo de un alma y un cuerpo que, como manantial en plenitud, vibra con la armonía del universo.
Soy un viejo campesino que entiende que la vida es una aventura no para sufrirla, sino para gozarla a cada paso del camino; ¿problemas, quién no los tiene?, lo importante es, independientemente de tenerlos, disponernos en el gozo eterno del amor a disfrutar a plenitud de los milagros de la vida en nuestro alrededor y, sobre todo, adentro de nosotros mismos.
No llegamos a este mundo para aislarnos, sino para ser una fuente inagotable de luz, para, con las alas del amor y la esperanza, salir en pos de la conquista de nuestros sueños, llegamos, como dice Max Ehrmann, a “disfrutar tanto de los logros como de los planes”.
Busco llenar mi camino con la simplicidad del sol y de los niños, cada que hablo o que escribo, mi lenguaje es coloquial, amable, sencillo, quizá un docto en lugar de decir la cabra tira al monte, académicamente sentenciara: “El rumiante cérvido propende al accidente orográfico”, pero no funciona, porque no vibra en armonía con el lenguaje popular.
Pero cuántos hemos sido incapaces de “ver” los cientos de milagros que cada día florecen a nuestro alrededor, uno de ellos es el sentido de la vista. Creo que somos más minusválidos o ciegos que aquellos que carecen de este sentido. Nos ciegan nuestros ancestrales odios o resentimientos, la envidia o la avaricia, el deseo de venganza o el abandono de sí mismos, la ofuscación o los prejuicios.
Cada quien viene con una misión a este mundo, el secreto está en descubrirla, hacerla tuya y enriquecerla con la perseverancia del trabajo. Cuando seamos capaces de ver el potencial que tiene nuestra voluntad, cuerpo y espíritu en unidad, se develará ante nosotros el misterio de la vida, a donde hemos llegado a trepidar en avenencia con nuestro mundo, a amar, luchar, soñar, trascender, triunfar y ser felices.
Es imprescindible aprender a mirar la familia, la vida, el trabajo, la salud desde la perspectiva del amor, incorporando con ello el mundo a nuestro mundo, enriqueciendo nuestro sentido de la vista al grado de que esos pequeños rayos de luz que pasan desapercibidos por ser cotidianos, se vuelvan en un calidoscopio maravilloso, que encienda nuestro espíritu de vida.
Las abuelas, de las que tanto aprendo, han enseñado a este viejo campesino una lección muy simple: quien quiera ver y gozar de la luz en su camino... debe tener un sol que brille dentro de él.
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