En esta ocasión voy a relatar la breve pero inspiradora historia de un hombre que en determinado momento sintió con amargura que la vida lo había tratado injustamente. Al estar inmerso en su tristeza, escuchó de un anciano, que un Hacedor de milagros -llamado Dios- podría cambiar su vida. Desesperado, fue y se detuvo frente a ese Dios -antes para él desconocido, y Dios le preguntó: ¿Qué necesitas? Él contestó: “Señor, tengo sueños, ilusiones y esperanzas que no puedo conseguir. Tengo sueños de tener una casa lujosa, tengo ilusiones de comer alimentos finos y deliciosos, deseo vestir ropa elegante como si fuera un rey”. Entonces Dios le contestó: “Únicamente necesitas pedirlo”. Dios chasqueó los dedos, y al instante el hombre tuvo en su vida: casa lujosa, ropa elegante y comida deliciosa.
Durante un tiempo, el hombre permaneció satisfecho, hasta que se dio cuenta... que algún día tenía que morir. Con el corazón apesadumbrado, se dirigió nuevamente a Dios, y Dios le preguntó: “¿Por qué estás triste todavía?”. El hombre contestó: “Porque tengo que morir”. Dios Padre le dijo: “Yo puedo curar eso”. El hombre preguntó: “¿Tú puedes curar la muerte? Si pudieras, a mí ya no me importaría dónde vivo, lo que como y lo que visto. Si Tú pudieras curar la muerte, ninguna de esas cosas ya serían importantes para mí...”. Al escuchar eso, Dios Padre -con un brillo muy especial en su rostro- movió los dedos, y en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, le mostró a su Hijo Jesucristo -marcando así el único y verdadero Camino que conduce a la Vida Eterna-. Y el hombre se alejó de la casa lujosa, de la comida gourmet y de la ropa fina, como si fueran absolutamente nada. Fue entonces cuando el hombre -sanado de la muerte- se fue caminando en paz, con un corazón lleno de alegría, y vivió más feliz que nunca el resto de su vida”. (Esta bella historia fue relatada por el sacerdote católico irlandés John O’Donoghue en su homilía dominical, en el año 2006, en la parroquia del Bendito Sacramento de San Antonio, Texas).
Cuando pensamos en la muerte, en el fin del mundo, en el Juicio Final, y en las cosas que no tenemos control sobre ellas, ¿estamos temerosos, o vivimos en paz? Dios Padre nunca nos prometió protegernos contra el dolor y la tristeza, pero sí nos garantizó “que jamás seremos destruidos”, siempre y cuando sigamos conectados con Él, por medio de su Hijo Jesucristo.
Tarde o temprano vamos a tener que lidiar con eventos en nuestra vida sobre los cuales no tenemos absolutamente ningún control y mucho menos “poder” para cambiar el fin de nuestra existencia. Al sentirnos así, ¿estamos temerosos, o permanecemos llenos de fe y esperanza? La pregunta es ¿cómo lidiamos con esos eventos que verdaderamente son importantes para el futuro de nuestra alma? Hay dos tipos de cristianos en el mundo, y ellos manejan esto de forma diferente: El primer grupo cree en el amor incondicional de Dios para con nosotros y dan la impresión de que no se preocupan de nada. Hay una creencia popular hoy en día de cristianos que afirman: “No importa lo que yo haga el día de hoy, de todas maneras Dios me seguirá amando mañana”. Ellos aseguran: “No importa cómo viva mi vida, Dios me seguirá amando incondicionalmente”. La verdad es que hay algo muy perturbador en esta creencia. Cuando vemos el amor de Dios de esta manera, parece que nos ofrece una licencia para ser irresponsables. Esto es teología sentimental. Es una forma muy clara de decir que Dios nos libera de toda responsabilidad, y que nos seguirá amando sin importar lo que hagamos. Esta actitud nuestra parece decirnos que a Dios no le importa lo que hagamos. Si eso fuera cierto, ¿por qué nos dijo Jesús una y otra vez que guardáramos los mandamientos, que amáramos a nuestro prójimo, que ayudáramos a los pobres, y que visitáramos a los enfermos?
Si a Dios no le importara lo que hacemos, ¿por qué Jesús afirmó?: “No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos”, y también, ¿por que Jesús nos manifestó?: “Si tu ojo te hace perder la fe, -sácatelo-, te conviene más que pierdas uno de ellos, y no que conserves los dos y que tu cuerpo sea arrojado a los infiernos”. Si a Dios no le importara lo que hacemos, ¿por qué Jesús dijo acerca del Juicio Final?: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo y no vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. Éstos irán a un castigo eterno, y los justos a una Vida Eterna” (Mateo 25, 41-43).
Estoy seguro de que todos recordamos la historia del hombre rico y Lázaro. Aquél tenía diariamente buenos alimentos en su mesa para comer, mientras Lázaro suplicaba un poco de comida fuera de su puerta. Lázaro se murió y se fue al Cielo. El hombre rico murió y se fue a los infiernos. Dios amaba al hombre rico incondicionalmente, sin embargo, su alma se perdió para siempre.
Jesús habló una y otra vez sobre la posibilidad de perder la Vida Eterna. El amor incondicional de Dios no nos garantiza la salvación. No debiera haber religión sin responsabilidad. Somos parte de una cultura que ahora quiere la gracia fácil y un viaje gratis a la Vida Eterna junto a Dios. Dios nos ama incondicionalmente, pero nosotros rehusamos aceptar ese amor cuando pecamos. Los padres aman a sus hijos con todo su corazón, pero si éstos rompen las reglas familiares, el amor “incondicional” de una madre no los va a salvar del castigo y posiblemente de la cárcel. Si hay personas que creen que a Dios no le importa lo que hagamos, deberían estar preocupados por la muerte y el Juicio Final. Jesús habló con frecuencia del fuego que nunca se apaga reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (Mateo 10, 28). La enseñanza de la iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Las enseñanzas de la iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno.
El segundo grupo de cristianos es aquél que diariamente toma su cruz y sigue a Jesús con fidelidad -aunque no siempre exitosamente-. Ésos son los cristianos que tienen fe en el Señor y siguen sus enseñanzas. “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran” (Mateo 7, 13-14).
Al infierno siempre lo hemos relacionado con un sitio de llamas perpetuas. Tal vez no sea así, pero qué mayor dureza de infierno podemos llegar a sentir si en determinado momento nos enteramos que por nuestra obstinación e indiferencia, permaneceremos por toda la eternidad lejos de nuestro Amado Maestro. Creer y enseñar lo contrario, o quedarse callado con respecto a estas verdades, es minimizar el sacrificio de la cruz. De eso serán responsables todos los obispos y sacerdotes que prefieren no hablar en sus homilías acerca de la existencia del infierno a pesar de que el Catecismo Católico con toda claridad lo menciona en la página 241. La Verdad es sólo una, y ella se encuentra en Jesucristo, en su Palabra -tantas veces deformada-, y en su ejemplo.
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