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Más Allá de las Palabras / CUANDO UN AMIGO SE VA

Jacobo Zarzar Gidi

“Cuando un amigo se va,

queda un espacio vacío.

Cuando un amigo se va,

queda un tizón encendido,

que no se puede apagar

ni con el agua de un río”.

El día seis de febrero a la una de la mañana del 2008 falleció el señor Bichara Giacomán Zarzar, que además de ser mi primo hermano, me honró con su valiosa y sincera amistad. Ese día la sociedad lagunera perdió a un gran hombre que formó una familia de sólidos principios morales y que será ejemplo para las futuras generaciones. El amor tan especial que siempre le tuvo a su esposa Margo, a sus hijos, a sus nietos y bisnietos, es digno de ser imitado por otras familias que en la actualidad se hallan desunidas.

Consiguió -gracias a su especial forma de ser, que toda la gente que lo rodeaba, fuera feliz. Durante su enfermedad, se hizo una cadena de oración tan grande, que llenó de fortaleza a cada uno de los suyos, a pesar de que la esperanza de conservarlo con vida se estaba perdiendo. Al recibir esa gracia, en lugar de permanecer inmersos en el llanto y la desesperación, dieron gracias por el hermano, el padre, el abuelo y el bisabuelo que Dios les había dado.

Después de hacer una profunda reflexión, en la cual recordé sus palabras, sus frases, sus actos, sus ideas, su positivismo y su alegría, yo también he dado gracias a Dios por el amigo que me dio. Él me enseñó a ver la vida desde otra dimensión, a rechazar lo negativo por costumbre -quitándome cargas pesadas que algunas veces llevé en las espaldas, a ver siempre para adelante y a no preocuparme por todo aquello que no se podía remediar. Sembró amistad, respeto, atención hacia las personas y amor por los suyos.

Varias personas me dieron el pésame. Ellos sabían que durante más de diez años fuimos diariamente, a las once de la mañana -junto con otros amigos, al café. En ese sitio, intercambiamos noticias que habían estremecido al mundo e intentamos sin conseguirlo solucionar problemas de otras personas. Finalmente nos dimos cuenta que ni siquiera los nuestros podíamos arreglar. Sin embargo, ¡Cómo gozamos de esos instantes! Nos reíamos sanamente de las ocurrencias de cada uno de nosotros, porque sabíamos que es saludable sonreír y bromear, y de esa manera volvíamos al trabajo con verdadero ánimo renovado. En repetidas ocasiones cuando por las tardes yo lo visitaba en su oficina y le hablaba de cosas complicadas de la vida que a mí me estaban cuestionando, me escuchaba con atención y finalmente me decía: “Mira Jacobo, si quieres tener ratos felices, no analices”.

Yo sabía que estábamos viviendo minutos maravillosos e irrepetibles de sano esparcimiento entre todos esos amigos del café, yo lo sabía, pero cuando uno de ellos se va, nos sorprende que haya sido tan pronto. En estos momentos recuerdo a varios de los que en otros tiempos también nos acompañaron en el mismo sitio y a la misma hora. Entre ellos estaban: Elías Murra, Juan Murra, Alfredo Batarse, Jorge Bujdud, Javier Belausteguigoitia y Said Chamán. Todos ellos me dejaron un grato recuerdo de su amistad, y ahora los extraño mucho.

Al día siguiente de su partida, regresé a la misma mesa y me encontré en su lugar vacío una bella rosa en un florero que habían colocado las jóvenes que diariamente nos atendían para servirnos el café y los alimentos. Ellas apreciaban bastante “al señor Bichara” -como le llamaban, porque siempre tuvo para cada una la atención y el respeto que se merecen. Les hablaba por su nombre, les hacía trucos de magia, y se daba tiempo para escuchar alguno que otro problema que le contaban. Cuando regresé a mi negocio, don Armando, el señor que vende revistas frente a la zapatería de Bichara, me abrazó llorando y me dijo: “Se fue nuestro amigo... ¿y ahora qué vamos a hacer?”. Todos los días -antes de ir al café, se detenía unos instantes a platicar con él, sonriendo lo saludaba de mano y comentaban las principales noticias del periódico.

Bichara me enseñó muchas palabras del idioma árabe que aprendió de sus padres y varias de ellas me las escribió en un papel para que no las olvidara; ahora las tengo registradas en mi computadora en recuerdo de aquellos viejos tiempos cuando vivieron mis progenitores. Él comentó en más de una ocasión, que su padre don Félix Giacomán, al llegar a Torreón en el siglo pasado de tierras palestinas se instaló en un comercio frente a la iglesia de Guadalupe por la avenida Juárez y que al casarse con mi tía Miriem -hermana mayor de mi padre, únicamente cruzó la acera. También mencionó, muy orgulloso -y con razón, que su abuelo paterno fue uno de los primeros alcaldes de la ciudad de Belén.

Estoy seguro de que la gran cualidad de Bichara fue “la de hacer sentir a cada uno de los suyos, que era la persona más importante que conservaba en su corazón”. Sin decirles que eran sus consentidos, porque en realidad todos lo eran, cuando hablaba personalmente o por teléfono con su esposa, con sus hermanas, con sus hijos, con sus hijas, con sus nietos y bisnietos, los trataba con un amor tan especial y tan grande, que verdaderamente es difícil de describir. Les hablaba con el corazón y revestía cada palabra con un toque mágico de ternura.

Un día por la tarde, estando yo en su oficina, me dijo: “Déjame darte algo que te tengo guardado desde hace mucho tiempo”. Abrió su caja fuerte y sacó una rosca de pan -ahora prácticamente fosilizada, que regalaron en mi bautizo ortodoxo hace más de 65 años. En aquel entonces, se acostumbraba obsequiar una rosca igual a todos los presentes al bautizo. En esa ocasión el celebrante fue el padre Zacarías que estaba de paso por la ciudad. Una anécdota muy interesante me contó Bichara, la cual sucedió en esa fiesta: Siendo él apenas un adolescente, durante la misa, el padre Zacarías le pidió una charola para recoger la limosna de todos los presentes. Cuando se la llevó, el padre le dijo en idioma árabe: “Ákbar yaibni”, que significa: “Más grande hijo”.

Tenía un gran sentido del humor. Al pasar caminando siempre saludaba a las personas que conocía, y si alguna vez éstas por distracción no le contestaban, sin que la otra persona oyese se respondía a sí mismo: “Buenos días Bichara”. Disfrutaba mucho los chistes, se los aprendía de memoria y los repetía con una gracia muy especial. En cierta ocasión, cuando lo operaron de una hernia, a los pocos días se le volvió a abrir de tanto reírse, al ver y escuchar a unos cómicos en la televisión. Tenía muy buen apetito, siempre que hablábamos de comida, él se saboreaba al recordar lo que alguna de sus hijas o de sus hermanas le estaban preparando, y eso nos despertaba el apetito a todos los presentes. Fue amigo personal y confidente de muchos hombres de negocios y supo guardar secretos que ellos le confiaron. Era un experto jugador de “Táule” (juego de mesa de origen turco que se juega con dados y fichas). Tenía una gran capacidad de asombro, y tal vez por eso, su familia disfrutaba contándole por teléfono o personalmente las últimas noticias del mundo fascinante en el cual vivimos. Por las tardes, después de hacer su trabajo de oficina, se metía en la computadora -aparato que aprendió a manejar con gran facilidad a los 80 años, y visitaba los principales sitios de noticias para estar informado. Cuando yo llegaba inocentemente a platicarle algo como si fuera una novedad, él ya la conocía, la había desmenuzado y había sacado conclusiones importantes de la misma.

En su misa de cuerpo presente celebrada por el reverendo padre José Natividad Fuentes -fiel servidor de Jesucristo y amigo personal de la familia, la gente no cabía. Yo sentí en esos momentos que a cada uno de los que asistimos, algo nos había regalado. Nos dejó un profundo legado. Nos enseñó que la vida es más fácil vivirla en forma sencilla sin todas esas complicaciones que nosotros mismos creamos, vivirla con sencillez, con humildad y con generosidad. Nunca presumió de nada, irradió bondad, y con pocas palabras -interesándose en los demás, se ganaba a las personas a pesar de haberlas conocido hacía poco tiempo. Mis yernos de Tampico y de Michoacán platicaron con él dos o tres veces cuando los invité al café en años anteriores. Ellos me han dicho estos días por teléfono que desde el primer momento, al sentarse en la mesa, Bichara les hizo sentir que eran bienvenidos, se interesó por ellos, por sus negocios y su profesión, sellando para siempre una verdadera amistad.

Ellos me dicen que lo van a recordar como una persona de bien, sin complicaciones, generosa y trabajadora. Yo lo recordaré como una persona que irradiaba plena confianza en Dios, aceptando sin discutir todos los grandes misterios que tiene la vida. Estoy convencido que seguirá vivo en la nostalgia silenciosa que ahora sienten sus hermanas, en la forma honrada de trabajar de sus hijos, en la sonrisa de sus nietos y en las travesuras de sus bisnietos, porque Bichara en los últimos años se hizo como un niño para entrar al Reino de los Cielos. De mi parte solamente me resta decirle: “Álha irda-alek”, (Que Dios te bendiga).

Ahora que hacemos el inventario espiritual de Bichara, sabemos que desde pequeño tuvo un plan de vida que siguió al pie de la letra, y por lo tanto no vivió en vano. Su existencia podemos resumirla en aquellas palabras que él mismo escribió -y que desconocemos su origen-, en un pequeño papel que siempre guardó celosamente en su cartera, las cuales dicen así: “El regalo que Dios me da es la vida, el regalo que yo le doy a Dios es mi manera de vivirla”.

jacobozarzar@yahoo.com

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