De diferentes partes de la República llegaron los hijos y las hijas acompañados de sus cónyuges, de sus pequeños nietos y dos de sus bisnietos. Era la primera vez que se reunían en la casa paterna, varios meses después de la triste noticia. Todo permanecía exactamente igual: el ambiente austero, el silencio que permite meditar, el enorme crucifijo de madera, las imágenes de santos, los muebles de caoba, las fotografías familiares en la pared, las pinturas de paisajes, el jardín con los árboles frutales, y el canto de las aves que siempre le gustó. Todo era igual que antes, con la única diferencia de que ahora en la mesa del comedor se encontraba un lugar vacío. Al sentarse a tomar los alimentos, cada uno de los comensales fue respetando el sitio que por tradición perteneció al jefe de la casa. Desde un principio los mayores se propusieron no recordar cosas tristes, y mucho menos delante de los niños, pero de pronto, uno de los nietos preguntó por el abuelo. Era Carlitos, aquél que se parecía a él, y que siempre decía: “Te quiero mucho”, después de hacer una travesura. De inmediato la mamá y las tías le contestaron con evasivas, y para entretenerlo quisieron contarle un cuento, pero su pregunta provocó que los demás niños recordaran también otras facetas del abuelo. Todos lo llevaban en su mente tal como fue: cariñoso, trabajador, espiritual, amable, enérgico, atento y servicial, con su carácter de niño, juguetón y bromista, con la sonrisa a flor de labios, y dispuesto a darlo todo por amor a su familia. Fue un hombre que sufría internamente -y no lo pudo evitar, cada vez que veía en la televisión escenas de personas inconscientes destruyendo selvas y talando bosques. Lo mismo acontecía al mirar a la gente sin educación arrojando basura en las calles. Con tan sólo un abrazo, una palabra de cariño y una sonrisa, hacía que los nietos, se sintieran importantes; y con su amena plática los divertía, relatándoles experiencias increíbles y transportándolos a sitios inimaginables que tal vez más adelante conocerían. Todos sabían -y no les quedaba la menor duda, que hizo feliz a la abuela, desde aquel día tan lejano en que contrajo matrimonio, hasta el último cuando se despidió de ella. Murió de pronto, como los árboles cansados, como esos robles que después de vivir tanto tiempo se comienzan a inclinar con la menor brisa del viento. Jamás se quejó de los achaques que sentía. No quiso ser una carga para su familia, y por lo mismo, siempre les habló de cosas positivas. Desechó lo negativo por dañino, y con esa actitud atrajo únicamente cosas buenas. Enseñó con el ejemplo, porque lo consideraba más importante que las palabras. Fue aliento para mucha gente que tenía temor de vivir el día siguiente, y regaló esperanza a manos llenas a todos aquéllos que por un motivo u otro la habían perdido. Estaba convencido de que esta vida es sólo transitoria y que más allá se encuentra un Padre generoso en misericordia y grande en el amor.
Por eso lo extrañaban. Porque fue un hombre bueno que vivió todas las etapas de su vida en plenitud. Que se sintió feliz y disfrutó cada una de ellas como si fuera la última, sacándoles el mejor provecho que podía.
Fue un hombre de fortaleza, que soportó con valor las pruebas y los golpes de la vida, las enfermedades y las tantas veces que fue sometido a operaciones quirúrgicas. Fue un hombre que jamás se rindió. Que enseñó a muchos a trabajar intensamente, aclarándoles que primero estaba el servicio y después la ganancia. Cuando en alguna reunión con familiares y amigos, comenzaban a hablar de dinero y de riquezas, él se alejaba de inmediato, porque lo que verdaderamente le llamaba la atención era la vida espiritual. Oraba todos los días en silencio para pedir por su familia. Oraba implorando protección y larga vida para todos aquéllos que tanto amó. Pedía por todos, menos por él, porque estaba convencido que el Señor ya le había dado mucho. Al estarlo recordando, todos se quedaron pensativos. Las hijas lloraban en silencio, y los niños se miraban unos a otros sin saber qué decir. ¡Qué difícil era perder a un padre y a un abuelo que los había querido tanto! ¡Qué difícil era sentir su ausencia, sobre todo ahora en que ya no estaría disponible para responder una llamada telefónica! Ahora, cuando las recámaras, las paredes y cada objeto de la casa se los recordaba. Sus palabras fueron siempre orientadoras, comprensivas, tiernas y dulces como el néctar de los higos. Al terminar la comida, de pronto se alborotaron los niños, y se bajaron de la silla para ir todos juntos al ropero del abuelo donde con toda seguridad aún permanecían aquellos juguetes que él cuidaba tanto y con los cuales los entretenía cuando llegaban de visita. Juguetes, trucos y magias que tantas veces les sorprendieron, allí estaban esperando con paciencia que la presencia del abuelo los reviviera para divertir una vez más a los nietos. Cuando otro de los pequeños preguntó por los árboles y las plantas, una de las hijas lo sacó de inmediato al jardín llevando entre sus manos algunas semillas que el abuelo no tuvo tiempo de sembrar. Desde allí -bajo la sombra de la higuera cargada de fruto, escucharon con atención el canto de las aves y el murmullo del viento. Miraron la palma datilera, el nogal, la vid y la granada. Y se pusieron a sembrar rascando la tierra con una pequeña pala, como tantas veces lo hiciera el abuelo. El lugar vacío, es más que una silla vacía. Es una herida profunda que se lleva durante mucho tiempo en el corazón, porque no existe una receta espiritual que pueda disminuir repentinamente la pena interior. El luto se ve en la ropa, pero los seres humanos lo llevamos en el alma, y varias veces imploramos a Dios con desesperación una receta efectiva que sirva para aliviar un poco el dolor que sentimos.
En el armario del abuelo quedaron bien guardadas aquellas fotografías de antaño donde se registraron las fechas más felices que la familia conserva en su corazón: los bautizos, las Primeras Comuniones, los días de campo, los quince años de las niñas, y las bodas. Por lo pronto permanecerán escondidas hasta que el paso de los años sane las heridas, porque es bonito recordar, pero hace daño, mucho daño, cuando se tiene la ausencia de un ser que amamos durante tanto tiempo.
En determinados momentos de la vida, no podemos comprender los acontecimientos que el Señor permite. La verdad es que Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida e incluyen la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Estamos en las manos de Dios, sin embargo, en ningún otro sitio podríamos estar mejor. Si ponemos atención, escucharemos la voz consoladora de Jesús que nos dice: “Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde”. Y nosotros le contestaremos con una oración sencilla, humilde y confiada: “Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde”. Cuando llegue ese día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos -como la ausencia de nuestros seres queridos, y veremos la presencia de Dios, hasta en lo más insignificante. En esos momentos no habrá lugar para la tristeza y mucho menos para el llanto. El ver cara a cara a nuestro amado Jesús lo llenará todo, nada nos faltará, y seremos felices para siempre.
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