“Las cadenas de los hábitos son tan ligeras
que no se sienten hasta que son tan pesadas
que no pueden romperse”.
Warren Buffet
Todavía no hemos encontrado la fórmula para detener las guerras, el sufrimiento, el narcotráfico, el terrorismo, la violencia, el hambre, la pobreza y el rechazo a Dios. Hoy el mundo intenta engañar a las personas al no dar a lo que está sucediendo el nombre correcto: al bebé en el vientre le llaman “producto” y de esa manera se vuelve menos violento lo que hagan con él. A la degeneración sexual le llaman “preferencia sexual”, y de esa manera modificamos nuestra conciencia haciéndola más elástica para que acepte -sin alterarse, algo que no está correcto. Al acto sexual sin amor le llamamos: “hacer el amor”. Al aborto: “salud reproductiva”. A la eutanasia: “la buena muerte”. Al matrimonio: “Sociedad de convivencia”. Como consecuencia, en los últimos años hemos transformado a nuestra conveniencia muchos conceptos que intentan deformar la estructura del pecado.
En la República Mexicana, de cada cien matrimonios, quince se divorcian -algunos mucho antes de que la familia termine de pagar los gastos de la boda. Las parejas se gritan, se insultan, no se toleran y dejan de hablarse durante varios días. Se sabe que cada semana el 80 por ciento de las placas de los autos que se estacionan frente a las clínicas abortivas de McAllen, son de la ciudad de Monterrey. Estamos asesinando a nuestros hijos, y lo hacemos en un sitio diferente al que vivimos para cubrir las apariencias y seguir siendo respetados. Juan Pablo II nos dijo que “jamás se puede legitimar la condena de muerte de un inocente”. Es inconcebible que algunos gobiernos autoricen a las madres matar a sus propios hijos. Nuestra generación será recordada en el futuro como una generación asesina. Si toda la población del mundo se redujera a 100 personas, 30 serían cristianos y únicamente 15 serían católicos. Cada semana, en cada una de las principales ciudades de nuestro país, por lo menos dos personas se suicidan al perder la esperanza -después de haber entrado a un estado grave de depresión (algunas de ellas son menores de 12 años).
Todo lo antes mencionado sucede en este mundo en el cual vivimos usted y yo, porque hemos arrojado a Dios de nuestra vida. Nos estorba, no nos interesa conservarlo en nuestro corazón como lo más valioso que tenemos. Cada vez lo queremos menos, si es que alguna vez lo quisimos. El panorama es verdaderamente desolador: En España, cada tercer día un hombre asesina a su mujer porque ya no la tolera. En ese mismo país, cada vez más se dan las uniones a prueba entre los jóvenes, y de esa manera pasan varios años viviendo juntos sin acudir al Sacramento del Matrimonio que instituyó Nuestro Señor Jesucristo (tienen como ejemplo a los artistas de cine que en su mayoría llevan una vida disipada). ¡Cómo quieren que les vaya bien si no tienen a Dios en su casa! ¡Cómo quieren que el Señor proteja a sus hijos y a sus nietos de tantas enfermedades que en la actualidad abundan, algunas de ellas mortales! La verdad es que existen muchos divorcios, porque hay muchos malos matrimonios. El matrimonio para que sea exitoso necesita que la pareja lo trabaje diariamente, que lo abone, que lo perfeccione, que elimine las asperezas, que aprenda a perdonar y que rece lo suficiente para que el Señor le dé fortaleza.
Algo anda mal en este mundo porque nos preocupamos preponderantemente por la cuestión económica en lugar de la salud espiritual de nuestra alma. Se nos olvida que toda familia exitosa se cimienta sobre Cristo. El dulce Señor Jesús irá siempre a nuestro lado, si nosotros decidimos ir con Él. El sufrimiento del Señor se basa en la ingratitud de nosotros los hombres. San Francisco de Asís, en una visión que tuvo, dijo: “El Amor, no es amado”... y salió de ella llorando.
Los cristianos tenemos en la actualidad un gran desafío que consiste en ayudar a nuestros hermanos -sean de la religión que sean, a no hundirse en la desesperación por haber perdido la fe, por no encontrar el rumbo, por desconocer la misión que se les ha encomendado, por estar sufriendo en este valle de lágrimas. Nuestras acciones tienen consecuencias eternas...
Los domingos observamos largas filas de personas que se forman durante la santa misa para comulgar; sin embargo son contadas con las manos las que acuden al confesionario. ¿Será tal vez porque nos desagrada decir nuestros pecados al sacerdote? Sin embargo ¿por qué al acudir al psicólogo le contamos con lujo de detalles todas nuestras miserias?, y ¿por qué las personas que participan en los “realitys shows” de la televisión no se miden al desnudar su alma frente a los espectadores?
Debemos hacer todo lo posible para que nuestra familia crezca con valores cristianos. Tenemos que orar sin cansancio para salvar almas porque son muchas las que se están perdiendo -y si nos descuidamos, la nuestra puede ir en ese grupo. Cuando tengamos dudas acerca de cómo comportarnos en la vida, pensemos con detenimiento: ¿Qué haría Cristo en mi lugar? ¿Qué haría con la incertidumbre que me agobia, con la duda que nos mata, con el problema que nulifica nuestra mente, con el resentimiento que cargo en las espaldas, con el deseo de venganza que no me permite dormir? De esa manera tendremos claro que el adulterio, el alcoholismo y la drogadicción envilecen al hombre; así como el odio y la violencia lo destruye.
En los momentos más difíciles, cuando la depresión llegue a nuestra vida, cuando la esperanza se haya desvanecido, cuando la luz en el horizonte se esté apagando, cuando la indiferencia penetre en nuestra mente, recordemos que el Señor nos ama porque somos sus hijos, sus pequeños, frágiles y pecadores hijos. El Señor nos ama con ese amor inmenso, único e irrepetible del Padre del hijo pródigo que se asoma diariamente a la ventana para ver si a lo lejos aparece de pronto la imagen desgarbada, famélica y sucia de aquel hijo suyo que un día, el menos esperado, se fue de la casa...
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