El director de la Fundación Vida, Manuel Cruz, pidió la intervención de las autoridades internacionales para detener “el mayor genocidio que ha sufrido la raza humana en toda su historia”, que es el aborto. La organización española denunció que “desde la legalización del aborto, en los 70, se producen anualmente entre 35 y 60 millones de intervenciones al año, lo que deja un macabro balance de más de mil 500 millones de seres humanos eliminados antes de nacer. Es decir, que si el mundo tiene ahora seis mil 700 millones de habitantes, se ha asesinado a una cuarta parte de las personas en menos de 40 años”. Ante esa terrible realidad, es importante conocer y difundir la vida de una mujer extraordinaria de nuestro tiempo que prefirió morir, en lugar de abortar a su pequeña hija que llevaba en el vientre. Gianna Beretta Molla (1922-1962) fue la séptima de trece hijos, de una familia que vivió en Lombardía -al Norte de Italia, estudió medicina y se especializó en pediatría, profesión que compaginó con su tarea de madre de familia. Quienes la conocían dicen que fue una mujer activa y llena de energía, que conducía su propio vehículo -algo poco común en esos días, esquiaba, tocaba el piano y disfrutaba yendo con su esposo a los conciertos en el conservatorio de Milán.
El marido de Gianna, el ingeniero Pietro Molla, recordó hace algunos años a su esposa como una persona completamente normal, pero con una indiscutible confianza en la Divina Providencia, que es el cuidado amoroso que tiene Dios para con todas sus criaturas.
Según el ingeniero Molla, el último gesto heroico de Gianna fue una consecuencia coherente de una vida gastada día a día en la búsqueda del cumplimiento del Plan de Dios. Cuando se dio cuenta de la terrible consecuencia de su gestación y el crecimiento de un gran fibroma canceroso, su primera reacción, razonada, fue pedir que se salvara la criatura que tenía en su seno: “Soy médico y sé lo que tengo. ¡Salven a la niña, aunque muera yo!”.
El ingeniero Molla manifestó que “le habían aconsejado una intervención quirúrgica... Esto le habría salvado la vida con toda seguridad. El aborto terapéutico y la extirpación del fibroma, le habrían permitido más adelante tener otros niños”. “Gianna eligió la solución que era más arriesgada para ella”. “En aquella época -señaló el ingeniero Molla, era previsible un parto después de una operación que extirpara sólo el fibroma, pero ello sería muy peligroso para la madre, y esto mi esposa como médico lo sabía muy bien”.
Después del alumbramiento, al despertar de la anestesia, ve por primera y última vez a su pequeña niña que será bautizada como Gianna Emanuela. La besa, la estrecha entre sus brazos, la mira en silencio con una ternura indecible, la acaricia ligeramente, la bendice, y la despide para siempre. Gianna entra en una crisis irreversible. Son inútiles todos los esfuerzos para salvarla. Al sentirse morir, besa con amor el Crucifijo, pide la Sagrada Comunión, ofrece a Dios su vida, y en medio de sus dolores, llega a decir: ¡Si no fuera por Jesús en ciertos momentos...!
Gianna falleció el 28 de abril de 1962, con 39 años de edad, una semana después de haber dado a luz. Al buscar entre los recuerdos de Gianna, su esposo encontró en un libro de oraciones una pequeña imagen en la que, al dorso, Gianna había escrito de su puño y letra estas pocas palabras: “Señor, haz que la luz que se ha encendido en mi alma, no se apague jamás”.
Gianna Beretta fue beatificada el 24 de abril de 1994 por el Papa Juan Pablo II, quien resaltó a la “madre coraje” que prefirió ofrecer su vida antes de aceptar la operación que le costaría la vida a la niña que llevaba en su vientre. La Plaza del Vaticano vibró aquel día con emociones pocas veces sentidas, cuando el Papa Juan Pablo II la proclamara beata. Allí se encontraba su marido, que no acababa de acostumbrarse a la ausencia de su querida esposa, y allí, sobre todo, junto a sus otros hermanos mayores, la hija Gianna Emanuela, elegante señorita vestida de azul. Ella miraba constantemente el gran lienzo de su madre que colgaba en la fachada de la Basílica, y con los ojos llenos de lágrimas repitió varias veces: ¡Gracias mamá, gracias...! Durante su corta existencia, Gianna fue muy feliz, amaba su profesión de médico, amaba su casa, la música, las montañas, las flores y todas las cosas que Dios nos ha dado. Era una mujer completamente normal, tomando en cuenta que la santidad no está sólo hecha de signos extraordinarios. Está hecha, sobre todo, de la adhesión cotidiana a los designios inescrutables de Dios. Muchas cartas llegaron de varias partes del mundo. Mujeres alemanas y estadounidenses que llamaban a Gianna “mamá”, decían que en ella encontraban a una amiga, y afirmaban que se dirigían a ella cuando tenían necesidad de ayuda, sintiéndola muy cercana...
La oración que Gianna Beretta escribiera en el reverso de aquella imagen pidiendo “que la luz de la gracia no se apagase en ella jamás”, se hizo, según su esposo, realidad: “ahora veo que esta luz, que ha alegrado durante un tiempo lamentablemente brevísimo mi vida y la de mis hijos, se difunde como una bendición sobre quien la conoció y la amó. Sobre quienes le rezan y se encomiendan a su intercesión ante Dios. Y esto me hace revivir, de manera acongojada, el privilegio que el Señor me concedió de compartir con Gianna una parte de mi vida”.
“Mis sentimientos -agrega el que fuera esposo de Gianna, tienen muchos matices, de sorpresa, casi de maravilla, de agradecimiento a Dios y de aceptación jubilosa, ciertamente feliz y singular, de este don de la Divina Providencia, que también considero un reconocimiento a todas las innumerables madres desconocidas, heroicas como Gianna, en su amor materno y en su vida”.
La beatificación de Gianna la ha convertido en un estandarte vivo de la santidad en la vida familiar moderna y de la defensa de la vida del no nacido. Por deseos de su esposo, su sepulcro se encuentra junto al de otras mamás, que la llamaban con cariño “nuestra doctora”. Junto al de muchas mujeres a las que Gianna curaba y a las cuales prodigó con amor su tiempo y los servicios de su profesión.
Entre las cartas que en vida escribió a su novio se encuentran varias frases que son verdaderas joyas espirituales: “Nosotros sabemos muy bien que la alegría viene de Jesús”. “El mundo busca la alegría, pero no la encuentra porque la busca lejos de Dios”. “La felicidad -mejor dicho su secreto, es vivir momento por momento, y agradecer al Señor lo que Él en su bondad nos manda”.
La protagonista del milagro para su beatificación, ocurrido el nueve de noviembre de 1977 en un pueblo brasileño, fue una joven parturienta que el señor Jesús curó de septicemia generalizada en todo su organismo. Las religiosas del hospital habían pasado la noche encomendando su curación a la intercesión de Gianna, cuya figura les era conocida porque el promotor del hospital era un hermano de la beata, médico y misionero capuchino en ese país. El Papa aprobó el decreto que reconocía sus virtudes heroicas y la beatificó.
jacobozarzar@yahoo.com