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Más Allá de las Palabras / HAGAMOS UN ALTO EN EL CAMINO

Jacobo Zarzar Gidi

El día de hoy es buena ocasión para examinar qué tanto amamos al Señor que nos dio la vida. No dejemos pasar más tiempo. Al hacernos esa pregunta, si decimos que “sí” lo queremos, significa también decir “no” a otros caminos, a viejas costumbres, a pecados ocultos o abiertos como la soberbia, la sensualidad y el egoísmo, a rencores con o sin fundamento, a envidias que destruyen la dignidad de quien la siente, a odios que envejecen nuestra alma, a codicias que doblegan nuestra mente, a placeres mundanos que no nos han permitido acercarnos a Cristo.

¿Lo amamos igual que cuando hicimos nuestra Primera Comunión, o es que ahora nos sentimos tan autosuficientes que llegamos a la conclusión de no necesitarlo? Ojalá que le respondamos: “Señor, ¿a quién iremos? Sin Ti nada tiene sentido”. Seguir a Cristo, no es fácil, porque implica muchas renuncias y muchos sacrificios, pero la dicha que se alcanza es sinónimo de la verdadera felicidad, porque solamente Él tiene palabras de vida eterna. Nuestra alegría personal y sincera no está en la salud, en el éxito o en que se cumplan todos nuestros deseos. Al final de nuestros días, nuestra vida habrá valido la pena si hemos conocido, tratado, servido y amado a Cristo. Todas las dificultades, fracasos, enfermedades, traiciones y quebrantos, tienen arreglo si estamos con Él. ¡Cuántos cristianos han perdido la alegría al final del día, no por grandes contradicciones, sino porque no han sabido santificar los pequeños problemas que han ido surgiendo a lo largo de la jornada!

Muchas veces, después de haber andado durante años en la oscuridad, encontramos a Jesús. Nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias y a reconocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios. A partir de ese momento, una gran alegría bañará nuestra alma, dejaremos de ir de un lado a otro sin rumbo fijo, y tendremos el único objetivo seguro y confiable que es Cristo. Habremos dejado atrás esos instintos y esas pasiones que nos dieron placeres momentáneos, pero que posteriormente nos inundaron de enorme tristeza. Al escuchar la voz del Señor, veremos con claridad su senda, los mandamientos no se sentirán ya como una imposición que viene de fuera, sino como una exigencia que viene de adentro. En esos momentos dejaremos de temerle a la muerte y no veremos la vida como una carga, porque en la medida en que vamos creciendo en el sentido de la filiación divina, sentiremos con más fuerza el anhelo de encontrarnos con nuestro Padre, que con ansiedad nos espera. Por eso es importante vivir y trabajar llevando en el corazón la nostalgia del Cielo.

Dejemos en el pasado las cadenas que nos esclavizaron y liberémonos de todo aquello que nos impidió avanzar. No pongamos el corazón únicamente en cosas temporales, porque llevamos el riesgo de sufrir una ancianidad prematura, se nos pueden embotar los sentidos y enturbiar la razón. Sentiremos un gran vacío, porque nuestro corazón se encuentra lleno de cosas que poco o nada valen.

La esperanza del Cielo consuela en los momentos más duros de la vida y ayuda a mantener firme la virtud de la fidelidad a Dios. El Señor ofrece bienes inimaginables, y los hombres en muchas ocasiones no los valoramos. Los convidados al banquete que rechazan la invitación están representados por esos hombres y mujeres que, sumergidos en sus asuntos y negocios terrenos, parecen no necesitar para nada de Dios. Y cuando son avisados de que el Cielo los espera, responden en voz baja con marcada indiferencia: “que les molesta hablar de ese tema”. La imagen del banquete está representada por una cita de Juan en Apocalipsis, capítulo 3, versículo 20: “He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo”. El Señor nos llama de mil maneras y de mil maneras presentamos vanas y malas excusas para no aceptar. Nos preparamos con entusiasmo y minuciosidad cuando planeamos realizar un viaje, pero hacemos muy poco o casi nada para emprender el definitivo hacia la vida eterna. Es importante decir, que no solamente deberá interesarnos salvar nuestra alma, debemos hacer todo lo posible para que se salven las almas de todos aquéllos que nos rodean.

Alejémonos un día del bullicio, de la agitación y del estrés que provocan las grandes ciudades. Vayamos al campo, y sentados a la sombra de un árbol, hagamos un retiro de silencio reflexionando en esas verdades eternas que a todos nos interesan. En determinado momento escucharemos la cálida voz de Dios, que nos invita a seguirle, y espera no ser rechazado. Lo escucharemos con ese amor que únicamente Él nos puede ofrecer. Aunque hayamos llegado tarde a la cita, el Señor no tomará en cuenta nuestro retraso. ¡Qué alegría saber que el buen Dios, que se dignó perdonar con tanta misericordia las culpas del hijo pródigo, será también justo con nosotros y tomará en cuenta nuestro arrepentimiento!

jacobozarzar@yahoo.com

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