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Más Allá de las Palabras / LA EXISTENCIA DEL MAL

Jacobo Zarzar Gidi

En Etiopía, país que se encuentra al Noreste de África, es muy común que se organicen grandes grupos de adolescentes para perseguir, golpear y ultrajar a jovencitas de doce y trece años de edad. Cuando se enteran de la existencia en una de las aldeas de alguna mujer joven, van tras ella como si se tratara de alcanzar una presa. Hace poco tiempo, una de esas hordas se lanzó tras de varias jovencitas que se encontraban recogiendo en sus canastos diversos productos del campo. Les dieron alcance, las golpearon brutalmente y las violaron. A la semana siguiente, una de ellas buscó e identificó a su salvaje agresor y lo mató. Una cadena importante de televisión a nivel mundial se enteró de los hechos y envió a varios reporteros con el fin de investigar por qué habían encerrado las autoridades policíacas a esa joven mujer en una prisión. Cuando visitaron a los padres del difunto, éstos mostraron una fotografía de su hijo y hablaron maravillas del agresor. Los entrevistadores de los medios de comunicación se asombraron bastante cuando ante las cámaras aquellos progenitores se atrevieron a decir “que su hijo únicamente había hecho lo que en ese país se acostumbra, y que por lo tanto pedían justicia expedita a las máximas autoridades”.

En Perú, el terrorismo de las décadas pasadas causó más de 13 mil muertos. La guerra civil en El Salvador cobró en los años ochenta, 70 mil muertos. Para no ir tan lejos en el tiempo, la semana pasada se descubrió que el austriaco Josef Fritzl tuvo secuestrada a su propia hija Elisabeth durante 24 años, y con ella engendró siete hijos que al mismo tiempo son sus nietos. ¿De dónde proviene tanto mal que a diario observamos en nuestra propia persona y en muchas otras más? ¿Qué o quién alimenta esa maldad en el mundo que se refleja constantemente en la actitud de los seres humanos?

El demonio, como consecuencia del pecado de Adán y Eva, ha conquistado en cierta medida el dominio sobre el hombre. Lo que hemos mencionado anteriormente, no es sino una pequeñísima pincelada atroz de la maldad que ha predominado a través de la historia. Damos la impresión de que las cosas malas se nos facilitan y que las buenas nos cuestan cada vez un mayor trabajo realizarlas. El demonio maquina el mal, habla con astucia, convence con engaños, nos enreda con destreza, despierta en nosotros deseos pecaminosos contra los cuales tenemos muy pocas defensas, fabrica guerras en forma periódica por motivos inexplicables o casi sin importancia, alimenta odios entre las personas y las familias, prepara minuciosamente la ocasión de pecar para que nosotros caigamos como animales en la trampa, lanza al aire -sin conseguirlo, mil artimañas perniciosas para intentar que Cristo deje de reinar aquí en la tierra. Nos hace sentir ridículos cuando intentamos hablar de Dios a otras personas, y se atraviesa en nuestro camino cada vez que deseamos corregir nuestros senderos.

Es el demonio, auxiliado por nuestra propia naturaleza, quien provoca la ira con la cual insultamos a nuestros semejantes y llegamos a golpearlos con saña si es preciso. Queremos matar a los que nos lastimaron porque “sus ofensas nos han herido profundamente”. Es el maligno quien nos induce a mentir varias veces al día, a drogarnos con sustancias químicas novedosas para evadir la realidad, y a buscar sensaciones nuevas en la sensualidad y en la pornografía. Es el perverso que nos alienta a buscar la bebida que aturde y hace perder los sentidos. Es Satanás que constantemente hace lo que quiere con nosotros, que nos incita a dejar de estudiar buscando cualquier pretexto para lanzarnos a la calle y protestar por tonterías. Es el diablo que nos coloca frente a la tentación de robar y defraudar, depositando en nuestro cerebro varios argumentos que nos convencen de que el pecado ya no es pecado “porque las cosas han cambiado en los últimos años”.

Si analizáramos a fondo el problema, nos daríamos cuenta que el perverso del averno tiene un gran porcentaje de culpa, pero nosotros tenemos la restante. Si estuviésemos preparados espiritualmente, el demonio nos tentaría con gran fuerza, pero finalmente saldríamos victoriosos. Si Satanás “trabaja” en el mundo por su odio contra Dios y su Reino, ello es permitido por la Divina Providencia para que cada uno de nosotros demuestre a lo largo de la vida el verdadero amor que tiene al Señor. Porque a mayores pruebas, mayores desafíos y mayor será la recompensa de satisfacciones espirituales para los que salgan triunfadores. Ya nos lo había dicho San Pablo: “la obra del maligno concurre para el bien, sirviendo para edificar la gloria de los elegidos”.

Los que vencen la tentación con la ayuda y la gracia divina, humillan a Satanás haciendo resplandecer la gloria de Dios, purificando su alma de culpas anteriores. Debido a que estamos enfrentando fuerzas superiores -de poder inimaginable, que en cualquier momento nos pueden arrastrar al mal, es conveniente acudir con frecuencia a la oración y a la Sagrada Eucaristía como medios eficaces para salir victoriosos de las batallas espirituales, no sin antes haber confesado oportunamente nuestras culpas ante el sacerdote que hayamos elegido.

Hoy en día, muchos hombres insensatos entregan su alma al diablo para que disponga de ella en la eternidad, a cambio de tener poder y éxito económico en el corto tiempo que pasarán aquí en la Tierra. El dinero, la fama, los honores y el vicio se buscan con ansiedad sin importar los medios que se utilicen y las consecuencias que se acarrean. ¡Qué terrible preferir al demonio que a Jesucristo! Intentamos apagar nuestra sed de Dios, tirando a la basura el legado espiritual recibido de nuestros ancestros. Al principio parecerá que el pecado nos permite obtener éxitos, pero con el tiempo nos daremos cuenta que no es así, pues el que siembra vientos recoge tempestades y convierte su alma en un verdadero pedregal en el que es imposible que crezca la gracia y se desarrollen las virtudes. Fuera de Dios, el hombre sólo encontrará infelicidad y muerte.

Diariamente, muchos hombres, tal vez miles en todo el mundo, presionan a su novia o amiga para que tenga relaciones sexuales sin que exista matrimonio religioso de por medio. El diablo trabaja en estos asuntos con mucho vigor porque sabe perfectamente que si ella acepta, habrá menos probabilidades de que ahí se forme una nueva familia cristiana con estrictos principios morales. Las personas que siguen a Cristo por amor, no caen habitualmente en faltas graves, porque saben perfectamente que todo lo que les ha costado sangre edificar se les puede desmoronar en un instante. Para entablar una lucha frontal y decidida contra el demonio, es preciso reconocer sin excusas ni disculpas nuestros errores diarios, llamándolos por su nombre. Si somos bebedores consuetudinarios, aceptemos cuanto antes nuestra inclinación a la bebida como primer paso para que se nos libere de esa tentación con la ayuda de los grupos de “Alcohólicos Anónimos”. Si ya no tenemos interés por la vida, pidámosle a Dios Nuestro Señor que nos aleje de las depresiones extremas que matan, y que infunda en nosotros la ansiedad por querer vivir más y mejor. Si pecamos de malhumor que vertimos habitualmente en la familia, solicitemos al Señor que deposite alegría en nuestra alma para que no amarguemos a los nuestros.

Finalmente, pidámosle tener siempre presente el sentido del pecado y su gravedad, para no poner nuestra alma en peligro. Que no nos acostumbremos a ver las ofensas espirituales a nuestro alrededor como algo de poca importancia. Todo ello para que el Padre Celestial pueda decir al final de nuestra vida: “No ha muerto, sino que duerme”. Y de esa manera, Él nos despertará a la Vida Eterna.

jacobozarzar@yahoo.com

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