Siempre he considerado de suma importancia las relaciones familiares. Pienso que no podemos vivir sin ellas y que tarde o temprano el que no las ejercite, se sentirá tan solo, que terminará sus últimos días poniéndolas en práctica aunque tenga que recorrer cientos de kilómetros para estar junto a sus seres queridos.
Un amigo mío me platicaba hace tiempo, que su padre fue siempre un hombre muy duro, educado con carácter inflexible, y que formó a sus hijos varones con una personalidad extremadamente firme. Antes de dormir, cuando ellos eran pequeños y se dirigían a dar las buenas noches con un beso, él los detenía y les repetía hasta el cansancio: “que un hombrecito solamente se despide con la diestra”, y alargando su brazo, les daba un fuerte apretón de manos.
Transcurrió el tiempo. Su padre fue envejeciendo, y su rostro duro se tornó en dulzura, su trato inflexible en comprensión, sus ojos siempre secos, en húmedas cuencas por donde seguido y con facilidad brotaba el llanto. Un domingo en el cual la familia se encontraba reunida, tomó por vez primera delante de todos los presentes el rostro de su esposa, y dándole un beso en la frente, comentó estar comprendiendo por fin que la vida era demasiado corta para no manifestar abiertamente sus sentimientos. A medida que el padre “se liberaba”, el amor del hijo crecía, y empezó a sentir una gran necesidad de demostrarle su cariño. Sin embargo, cada vez que estaba junto a él y llegaba el momento de despedirse, en lugar de inclinarse para besarlo, extendía mecánicamente la mano como se le había enseñado toda la vida. Cuando sentía deseos de decirle que lo quería, se le formaba un nudo en la garganta y le daba temor pronunciar esas palabras.
Una tarde de verano, se armó de valor y recorrió doce kilómetros para llegar a donde se encontraba sentado en su vieja silla mecedora con la mirada perdida entre los árboles frutales que años atrás había plantado, y le dijo: “Papá, vengo a decirte algo”.
Mi amigo se sentía un tonto porque recordó de pronto que tenía cuarenta y cinco años de edad, y su padre arriba de los noventa; pero ya había empezado y no podía dar marcha atrás. “Te quiero” -le dijo, sintiendo que se ahogaba.
“¿Es eso lo que veniste a decirme?" -le preguntó con ternura su padre. “No necesitabas recorrer tantos kilómetros para ello... pero, me alegra sobremanera escucharlo”. Tomó después el rostro de su padre, besándole la frente y las mejillas. De pronto, sintió que unos brazos débiles y enjutos le rodeaban el cuello. Así permaneció el hijo en esa incómoda posición por largo rato hasta que fue soltado y se incorporó. Ya de pie, pudo contemplar que su padre lloraba y le temblaban sus ancianos labios.
El problema de las murallas entre los miembros de una familia es abundante a pesar de existir lazos muy fuertes de sangre, y se puede presentar lamentablemente entre padres e hijos. Algunas veces, la vida concede oportunidades para romper esas cadenas, pero en ciertos casos la muerte trunca toda posibilidad de reconciliación o acercamiento. ¡Cuántos casos hay en que un primo es indiferente hacia su primo -por problemas que tuvieron tiempo atrás sus padres! ¡Y cuántos casos hay en que un hermano deja de hablarle para siempre a su hermano y se encierra en un mutismo inexplicable donde únicamente cuentan sus hijos y su esposa! El mismo error se comete cuando se aprecia y se respeta más a un conocido o a un compadre que a un miembro de la familia.
Ese día en que mi amigo decidió acercarse a su padre, sintió que se liberaba del peso de viejas ataduras, que su espíritu se remontaba a regiones insospechadas de quietud, satisfacción y paz espiritual. Ese minuto le pareció fugaz, y ambicionó tener el poder de alargarlo para toda la vida.
He sabido de casos maravillosos en que dos hermanos que no se conocían -por haber sido separados desde pequeños al morir sus padres, se encuentran cincuenta años después, y he contemplado con deleite el largo abrazo que se dan y la cantidad de lágrimas que se vierten. ¿Por qué no hacer lo mismo con el padre o la madre o el hermano que viven actualmente a unas cuantas cuadras, y que tal vez en silencio, pueden estar esperando desde hace mucho tiempo, que un día toquemos a su puerta y les digamos en voz baja pero emocionada: Te quiero... te quiero... y siempre te he querido, además, te confieso que he sido un tonto por no haberme atrevido a decirlo desde hace mucho tiempo?
Abundan los casos de verdadera amistad entre dos personas que se conocieron desde la infancia y se llegaron a apreciar más que si fueran hermanos. Sin embargo, repentinamente y sin motivo, esa amistad tan valiosa se pierde por completo en la edad adulta. Uno de los dos deja de hablarle al otro y no da explicación alguna. En verdad no sabemos por qué se dan esos casos, pero son muy dolorosos para todo aquel que cultivó una amistad sincera y desinteresada a través de los años, y de pronto siente que todo cambió.
Si por algún motivo nos diéramos cuenta que el día de hoy va a ser el último de nuestra vida, abrazaríamos a los nuestros una y otra vez diciéndoles que los queremos, que los queremos mucho y que no nos explicamos cómo es posible que con anterioridad no se los hicimos saber. Si supiéramos que ésta es la última vez que vemos a nuestro cónyuge, a nuestros hijos y a nuestros nietos, les diríamos tantas cosas que en el pasado nos guardamos en el corazón, y no asumiríamos tontamente que ya lo saben. Permanezcamos siempre cerca de los que amamos, por lo menos en pensamiento y en oración, para curar sus heridas y sanar sus sentimientos.
Estoy convencido de que el mañana no le está asegurado a nadie, joven o viejo. Hoy puede ser la última vez que veamos a nuestros seres queridos. Por eso, no esperemos más. Busquémoslos hoy mismo, ya que si el mañana nunca llega, seguramente lamentaremos con tristeza que no dedicamos un tiempo especial para una sonrisa, un abrazo, un beso. Muchas veces caemos en el error de vivir en el futuro, situación que es tan grave como vivir únicamente en el pasado. La verdad es que lo único que tenemos seguro es el presente, y el mejor día de nuestra vida es el que usted y yo estamos viviendo en este momento.
Mantén a los que amas cerca de ti, diles al oído lo mucho que los necesitas, quiérelos y trátalos bien, toma tiempo para decirles: “lo siento”, “perdóname”, “por favor”, “gracias”, y todas las palabras de amor que conoces. Y a los seres queridos que se nos adelantaron en el camino de la vida, tengámoslos cerca de nuestro corazón para que nos escuchen con toda claridad decirles palabras de cariño, frases que se entremezclen una y otra vez con esa oración que a diario elevamos al Señor de la Vida, al que nos ama, nos cuida y nos perdona.
Nadie nos recordará por los “pensamientos secretos” que tuvimos, pidamos al Señor, la fuerza y la sabiduría necesaria para expresarlos. Demostremos a nuestros familiares y amigos cuánto nos importan. Visitemos a los enfermos, a los ancianos y a los privados de su libertad que necesitan consuelo y sobre todo fortaleza.
Si supiéramos que por algún motivo las semanas que estamos viviendo van a ser las últimas de nuestra vida, daríamos más valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan. No mediríamos la riqueza por el poco o mucho dinero que tenemos, sino por aquellas cosas que no cambiaríamos por dinero. Dormiríamos poco, soñaríamos más, andaríamos cuando los demás se detienen y despertaríamos cuando los demás duermen. Le daríamos una mayor importancia a la salud, colocando en un plano inferior las riquezas materiales. Le agradeceríamos a Dios el don de la vida y nos sorprenderíamos por el entorno maravilloso que nos ha legado. Observaríamos con un cariño muy especial las travesuras de los nietos y los bendeciríamos con mayor frecuencia. Nos impresionaríamos de tantas cosas que anteriormente ni siquiera las tomamos en cuenta. Lloraríamos de tristeza por el tiempo perdido, por la sonrisa que nos guardamos y por las palabras de cariño que no supimos expresar. Le daríamos gracias a Dios por los momentos apacibles y los domingos espirituales, por la fe y la esperanza que jamás nos abandonó, por las buenas intenciones de nuestros semejantes y por la historia de su vida que alguno de ellos nos contó.
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