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Más Allá de las Palabras / LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU

Jacobo Zarzar Gidi

Muchas personas se encuentran hartas del mundo, inconformes con lo que tienen, con la forma en que viven, con su presente, su pasado y su futuro, con lo que dejaron ir y con lo que no pudieron alcanzar. Quisieran desaparecer, huir del sitio en donde actualmente viven, alejarse de todo aquello que les rodea, olvidarse de las cosas que trastornan su vida, y perderse en un lugar lejano donde nadie las conozca. Con frecuencia se sienten deprimidas porque observan que los años han transcurrido, y mucho de lo planeado no se pudo conseguir. Tienen la certeza de que la vida ha sido ingrata y dolorosa, difícil y complicada. A pesar de todo, estoy convencido de que adonde quiera que vayamos, será lo mismo, con pequeñas variantes que dependerán de factores externos que pueden llegar a influir. En todos lados habrá problemas que debemos enfrentar, batallas que debemos vencer y obstáculos que podemos evitar. Así es la vida para todos, muy pocas veces tranquila, y casi siempre agitada, insegura, costosa, difícil, dura e injusta. Lo importante -a final de cuentas, es florecer, y dar frutos en el sitio mismo en que Dios nos haya puesto.

Hay personas que por uno u otro motivo se fueron a vivir a pueblos o ciudades que años atrás ni siquiera pasaban por su mente. La primera reacción fue inconformarse con la vida, porque allí no encontraron las mismas cosas a las que estaban acostumbradas. Renegaron, porque allí no había escuelas o colegios para sus hijos, similares a los de su niñez. Se molestaron, porque se encontraban lejos del sitio que las vio nacer, de las amistades, de los parientes, de los sueños, y de las ilusiones que antaño tuvieron. Lo importante, lo verdaderamente importante, es dar frutos de calidad en el lugar donde la vida nos ha colocado, y no pasarnos los días, tristes, amargados y solitarios. Solamente se vive una vez, y a pesar de sus complicaciones, la vida es hermosa, porque tenemos una misión importante por desempeñar.

Donde quiera que estemos, démosle sentido a nuestra vida porque por algo y para algo estamos aquí. Ojalá que nunca se nos agote nuestra capacidad de asombro para seguir descubriendo las maravillas que el Señor dejó en este mundo cuando hizo la creación. Demos alegría a nuestros hijos y a nuestro cónyuge, porque no sabemos de cuánto tiempo más dispondremos antes de ser llamados. Formemos un hogar libre de odios, gritos, envidias y reclamaciones. Una sonrisa es la mejor medicina que podemos distribuir gratuitamente en nuestro diario caminar. Es un desperdicio muy grande pasar el tiempo lamentándonos de nuestra suerte, porque la verdadera buena suerte cada quien la va tejiendo con sus actos, su trabajo, sus pensamientos positivos, sus palabras alentadoras y su ejemplo.

Si hablamos del sufrimiento, es bueno aclarar que Dios no vino solamente a redimir nuestro dolor, sino a permanecer con nosotros en cada sobresalto, angustia, pesar y aflicción que pueda golpearnos. Algunas veces tenemos sueños consoladores que el Señor nos envía para renovar nuestra esperanza. Diariamente y en silencio, podemos entrar a un terreno espiritual que nos fortalezca para formar una coraza contra la tristeza, el desánimo y la indiferencia. Sanemos las heridas que aparecen en el alma cuando sintamos rencor hacia otras personas. Perdonemos setenta veces siete, o tal vez más, como Él nos perdona diariamente, y amemos como Él nos ama cada segundo de nuestra existencia.

La vida es tan corta, que no vale la pena acumular resentimientos. No vale la pena dejar de ser transparentes para convertirnos en un “doble cara”, que hasta a nosotros mismos nos avergonzaría. El Señor conoce nuestros pensamientos más escondidos, y no podemos ocultarle aquello que atente contra nuestros semejantes.

Algunas veces nuestras lágrimas se deslizan una tras otra por ambas mejillas al sentir el dolor de los golpes de la vida, al estar cansados y agobiados, al permanecer atrapados por algún vicio, o por estar viviendo una terrible soledad interior; pero después de la tormenta siempre aparece la calma, la dulce calma que nos reconforta y nos alivia. Lleguemos cuanto antes a donde están los que ya no tienen fuerzas para levantarse, los que ya no tienen paciencia para vivir un día más, los que perdieron su última ilusión, los que ya no confían en persona alguna, los que reniegan hasta de haber nacido. Sintamos compasión por los que no conocen a Jesucristo, y por todos aquéllos que ven con normalidad el permanecer viviendo en pecado mortal. Cada uno de ellos -si quisiera, puede llegar a ser generador del Espíritu de Dios, descubriendo que ha sido llamado a sanar las heridas del alma de otras personas que padecen lo mismo. Liberemos a los demás de alguna carga que les pese, como haría Cristo en nuestro lugar. Aliviemos en la medida que nos sea posible a tantos que soportan la dura carga de la ignorancia religiosa, que alcanza hoy niveles jamás vistos en ciertos países de tradición cristiana. Sintamos compasión por todos aquéllos que han perdido a un hijo, y recordémosles que ellos necesitan para sanar sus heridas y encontrar la anhelada paz, acudir cuanto antes a la Santísima Virgen María -Nuestra Madre, por tratarse de una persona humana que también perdió a su Hijo. Que nuestro inventario espiritual se enriquezca diariamente con los frutos del Espíritu, los cuales son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la vida eterna. La tradición de la iglesia enumera doce frutos: Caridad (amor a Dios y a nuestros semejantes), Gozo (nace de la posesión de Dios), Paz (mantiene al alma en posesión de la verdadera alegría, excluyendo toda clase de turbación y de temor), Paciencia (modera la tristeza), Mansedumbre (modera la cólera), Bondad (inclinación que nos lleva a ocuparnos de los demás y a que participen de lo que uno tiene), Benignidad (tratar a los demás con dulzura), Longanimidad (perseverancia en la fidelidad al Señor a largo plazo), Fe (facilidad para aceptar todo lo que debemos creer), Modestia (dispone al alma para ser la mansión y el Reino de Dios), Templanza (refrena la desordenada afición de comer y beber) y Castidad (regula o cercena el uso de los placeres de la carne). Cuando el Espíritu Santo da sus frutos en el alma, vence las tendencias de la carne. Al principio nos costará mucho ejercer las virtudes, pero si perseveramos, la acción del Espíritu en nosotros nos lo facilitará y nos ayudará a practicarlas con gusto. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Consolador, y se llaman “Frutos del Espíritu Santo”. (Cuando somos dóciles, se hace con gusto lo que antes se hacía con sacrificio).

Si alguna vez nos encontramos con una carga que nos resulte demasiado pesada para nuestras fuerzas, no dejemos de oír las palabras del Señor, porque sólo Él restaurará la energía perdida, sólo él calmará la sed, sólo Él nos tranquilizará de la ansiedad, de los nervios y del estrés: “Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré”. (Mateo, 11.28)

jacobozarzar@yahoo.com

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