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Más Allá de las Palabras / MARISOL

Jacobo Zarzar Gidi

Desde hace varios años, me reúno los domingos en la cafetería de un hotel con un pequeño grupo de amigos para intercambiar ideas, apoyarnos espiritualmente y reforzar la esperanza para que jamás desaparezca de nuestras vidas. Durante dos horas, abrimos nuestro corazón al compañero, con la sinceridad de aquél que espera una palabra de aliento -no de reproche, de apoyo -no de crítica, de consejo -no de juicio hiriente que abra más las heridas.

Le hemos llamado “El Grupo de los Sobrevivientes”, porque nos hermana en el sufrimiento que cada uno padece por alguna enfermedad -ya sea física, emocional o espiritual, y nos libera poco a poco de las ataduras que sentimos por este mundo terrenal. Le llamamos así, porque hemos caminado y seguimos caminando por el filo de la navaja, y al hacerlo, entendimos con mayor facilidad el padecimiento de aquellos compañeros que fueron empeorando en su salud, hasta que finalmente perdieron la batalla que los condujo a la muerte. Casi siempre nuestro enemigo ha sido el cáncer, pero también la leucemia nos ha pegado fuerte.

Ahora me toca hablar de Marisol, que desde hace tres años se integró a nuestro grupo. Ella fue siempre un canto a la vida. Sus deseos de vivir y su alegría interna nos llevaron a pensar que jamás la perderíamos. Pero no fue así. Rompió paradigmas y jamás escuchamos de sus labios un “no se puede”. Le arrancó muchas hojas al calendario: después de vaticinios médicos catastróficos, seguía viviendo inexplicablemente. Derrochaba felicidad dentro y fuera del seno familiar, y con su alegría levantó el ánimo del grupo en repetidas ocasiones.

Siempre la miramos de prisa, tal vez porque en el fondo presentía que le quedaba poco tiempo de vida. Sufrió mucho, pero la dulzura de su rostro la acompañó hasta el último instante. Ella nos platicó que en cierta ocasión, después de ser intervenida quirúrgicamente de un terrible cáncer en el colon, los médicos del Seguro Social la tenían con el bajo vientre abierto en una sala de terapia intensiva junto a otros enfermos. Ya le habían dado radiaciones y quimioterapia, que también destruyeron -como siempre sucede, una buena parte de las células sanas de su cuerpo. Al verse ella misma en ese estado, se dio cuenta que “su momento supremo”, el más doloroso e importante de todos, y que se llama muerte, estaba próximo. Fue en esos instantes cuando escuchó que una persona le gritaba al enfermo de al lado: “¿Cómo quieres el lonche, de adobada o de carne de puerco?”. “Dios mío -se dijo a sí misma, me estoy muriendo, y este infeliz hablando de lonches”. Así fue siempre su fortaleza y también su sentido del humor. Varias veces salió adelante después de permanecer al borde de la muerte. Y después de un tiempo siempre regresaba con nosotros al grupo, tal vez para respirar aire fresco impregnado de esperanza.

Marisol, fue una mujer generosa. En medio de todas sus tragedias, a pesar de haber perdido muchos kilos de peso, y de sentirse constantemente cansada por su propia enfermedad, se atrevió a donarle médula ósea a su hermano enfermo de leucemia. Yo personalmente le dije que eso no era posible, porque si ella había estado enferma de cáncer, no podía ser candidato para donar. Pero resulta que ella fue la única compatible en la familia... y de inmediato dijo que sí. Se fue a Houston -acompañada de una hermana que la quería mucho, y se dirigieron de inmediato con el médico que estaba atendiendo experimentalmente a su hermano de una extraña enfermedad de la sangre. Se fueron con doscientos dólares que se les terminaron mucho antes de llegar a su destino. El viaje en autobús la dejó exhausta, con dificultad se podía mantener de pie, pero al estar los médicos interesados en el caso de su hermano, les consiguieron hospedaje en un sitio cercano al hospital y les proporcionaron las tres comidas diarias. La Providencia Divina las estaba protegiendo. Después de quince días la volvimos a ver en el grupo, estaba satisfecha y muy contenta por lo que había conseguido. Llegó con una sonrisa en los labios, y una debilidad muy grande en su cuerpo. No supimos si la donación de médula ósea le había dado resultado al hermano, y tal vez jamás lo sabremos, pero la buena acción ya estaba hecha, y aparte, dejó otra cantidad de médula congelada para futuras transfusiones.

En el caso de Marisol, no me pregunten ¿cómo murió?, mejor pregúntenme ¿cómo vivió? La vida de todos los que integramos ese grupo de los domingos, fue mejor, después de haberla conocido y haberla tratado. Un día nos dijo: “Me van a conectar los intestinos que durante mucho tiempo han permanecido inactivos, será muy riesgosa la operación, pero ya no puedo seguir viviendo así”. La intervinieron en el Seguro Social y posteriormente nos comentaron que todo había salido bien. Pasó el tiempo, y una tarde recibí aquella breve pero contundente llamada telefónica de mi amigo Silvestre. Me dijo con toda claridad: “Marisol está muy grave, se complicó su estado post-operatorio”. La siguiente llamada fue para decirme que había fallecido. En ese instante cruzaron por mi mente varios momentos que pasamos junto a ella. Recordé que en una ocasión nos dijo “que no quería heroísmos de los doctores, y que si se ponía grave, únicamente le hicieran lo esencial”. Pero también evoqué su alegría, su dolor y su llanto, sus palabras de aliento para nuestros compañeros cuando los veía de capa caída, y sus constantes llamadas telefónicas a la casa de alguno de ellos cuando se enteraba que estaban enfermos o posiblemente mal atendidos.

En su sepelio, me di cuenta que mucha gente la quería, los frutos del espíritu estaban presentes. El lugar fue insuficiente para contener a todos aquéllos que asistieron a la Sagrada Eucaristía. Me dolió mucho ver a sus hijos y a sus hermanas -sobre todo a una de ellas, llorando desconsolados, sabían que les iba a hacer mucha falta, como también ahora nos hace falta a nosotros en el grupo de los domingos. Algunos miembros de La Camerata, que la habían conocido apenas unas cuantas semanas antes, tocaron en su funeral una bella melodía, y una joven leyó la hermosa poesía de Jaime Sabines llamada “Los Amorosos”, que a ella tanto le agradaba.

Yo la quiero recordar como tantas veces la vi, con esa vitalidad contagiosa que nos hacía olvidar por momentos que somos sobrevivientes. Con ese entusiasmo increíble que la hizo un día -a pesar de sus carencias físicas, llevar una canasta de pepinos a sus amigas religiosas que tienen un convento en Durango capital. Yo la recordaré siempre, al igual que mis amigos del café, a los cuales observo que muy seguido dirigen su mirada hacia la entrada del restaurante mientras platicamos de otros temas. Ellos se imaginan que de pronto va a aparecer Marisol, con su vestido rojo y su cabello corto, con su caminar de prisa y sus historias increíbles de doctores, con su sonrisa perenne y su cruz a cuestas. Pero yo sé que no, por lo pronto ya no la volveremos a ver, porque ahora ella se encuentra gozando de esas moradas celestiales que el Señor Jesús nos prometió un día, y que están reservadas únicamente para todas aquellas personas que supieron amar a Dios y también a sus semejantes.

jacobozarzar@yahoo.com

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