Este humilde sacerdote fue quizás el más grande amigo y benefactor de San Juan Bosco, y de muchos seminaristas pobres más, sobresaliendo por ser uno de los mejores formadores de sacerdotes del Siglo XIX. Nació en Castelnuovo (Italia), en el año 1811, en el mismo pueblo donde nació San Juan Bosco. Una hermana suya fue la mamá de otro santo: San José Alamazo, fundador de la comunidad de los Padres de la Consolata. Desde que era niño destacó por su gran inclinación a la piedad y por repartir ayuda a los pobres. En el año 1827, siendo Cafasso seminarista, se encontró por primera vez con Juan Bosco. Cafasso era de familia acomodada del pueblo, y Bosco era absolutamente pobre. Al ser un excelente estudiante, tuvo que pedir dispensa para que lo ordenaran sacerdote de tan sólo 21 años, y en lugar de irse de una vez a ejercer su sacerdocio a alguna parroquia, dispuso irse a la capital, Turín, a perfeccionarse en sus estudios. Allá había un instituto llamado El Convictorio, para los que querían hacer estudios de postgrado, y allí se matriculó. Y con tan buenos resultados, que al terminar sus tres años de estudio fue nombrado profesor de ese mismo instituto, y al morir el rector, fue aclamado para reemplazarlo, y permaneció de magnífico rector por doce años hasta su muerte. San José Cafasso formó más de cien sacerdotes en Turín, y entre sus alumnos tuvo varios santos. Se propuso como modelos para imitar a San Francisco de Sales y a San Felipe Neri, y sus discípulos se alegraban al contestar que su comportamiento se parecía grandemente al de estos dos santos. En aquel entonces habían llegado a Italia unas tendencias muy negativas que prohibían recibir sacramentos si la persona no era muy santa (Jansenismo) y que insistían más en la justicia de Dios que en su misericordia (Rigorismo).
El Padre Cafasso, en cambio, formaba a sus sacerdotes en las doctrinas de San Alfonso que insiste mucho en la misericordia de Dios, y en las enseñanzas de San Francisco de Sales -el santo más comprensivo con los pecadores. Y además a sus alumnos sacerdotes los llevaba a visitar cárceles y barrios miserables, para despertar en ellos una gran sensibilidad hacia los pobres y desdichados.
Cuando el niño campesino Juan Bosco quiso entrar al seminario, no tenía ni un centavo para costearse los estudios. Entonces el Padre Cafasso le pagó media beca, y obtuvo que los superiores del seminario le dieran la otra parte con tal de que hiciera de sacristán, de remendón y de peluquero. Luego cuando Bosco llegó al sacerdocio, Cafasso se lo llevó a Turín y allá le costeó los tres años de postgrado en El Convictorio. Él fue el que lo llevó a las cárceles a presenciar los horrores que sufren los que en su juventud no tuvieron quién los educara bien. Y cuando Don Bosco empezó a recoger muchachos abandonados en la calle, y todos lo criticaban y lo expulsaban por esto, el que siempre lo comprendió y ayudó fue este superior. Y al ver la pobreza tan terrible con la que empezaba la Comunidad Salesiana, el Padre Cafasso obtenía ayudas de la gente adinerada y se las llevaba al buen Don Bosco. Por eso la Comunidad Salesiana ha considerado siempre a este santo como su amigo y protector.
En Turín, que era la capital del reino de Saboya, las cárceles estaban llenas de terribles criminales, abandonados por todos. Y allá se fue Don Cafasso a hacer apostolado. Con infinita paciencia y amabilidad se fue ganando los presos uno por uno y los hacía confesarse y empezar una vida santa. Les llevaba ropa, comida, útiles de aseo y muchas otras ayudas, y su llegada a la cárcel cada semana era una verdadera fiesta para todos ellos.
San José Cafasso acompañó hasta la horca a más de 68 condenados a muerte, y aunque habían sido terribles criminales, ni uno solo murió sin confesarse y arrepentirse. Por eso lo llamaban de otras ciudades para que asistiera a los condenados a muerte. Cuando a un reo le leían la sentencia de muerte, lo primero que pedía era: “Que a mi lado esté el Padre Cafasso, cuando me lleven a ahorcar”. Un día se llevó a su discípulo Juan Bosco, pero éste al ver la horca cayó desmayado. No era capaz de mirar un espectáculo tan horrible. Y a Cafasso le tocaba soportarlo mes por mes. Pero allí salvaba almas y convertía pecadores.
La primera cualidad que la gente notaba en este santo era “el don de consejo”. Una cualidad que el Espíritu Santo le había dado para saber aconsejar lo que más le convenía a cada uno. Por eso a su despacho llegaban continuamente obispos, comerciantes, sacerdotes, obreros, militares, y toda clase de personas necesitadas de un buen consejo. Y volvían a su casa con el alma en paz y llena de buenas ideas para santificarse. Otra gran cualidad que lo hizo muy popular fue su calma y su serenidad. Algo encorvado (desde joven) y pequeño de estatura, pero en el rostro siempre una sonrisa amable. Su voz sonora, y encantadora. De su conversación irradiaba una alegría contagiosa (que San Juan Bosco admiraba e imitaba grandemente). Todos elogiaban la tranquilidad inmutable del Padre José. La gente decía: “Es pequeño de cuerpo, pero gigante de espíritu”. A sus sacerdotes les repetía: “Nuestro Señor quiere que lo imitemos en su mansedumbre”.
Desde niño, fue un gran devoto de la Santísima Virgen, y a sus alumnos sacerdotes los entusiasmaba grandemente por esta devoción. Cuando hablaba de la Madre de Dios se notaba en él un entusiasmo extraordinario. Los sábados y en las fiestas de la Virgen no negaba favores a quienes se los pedían. En honor de la Madre Santísima era más generoso que nunca estos días. Por eso los que necesitaban de él alguna limosna especial o algún favor extraordinario iban a pedírselo un sábado o en una fiesta de Nuestra Señora, con la seguridad de que en honor de la Madre de Jesús, les concedería su petición.
Un día en un sermón exclamó: “qué bello morir un día sábado, día de la Virgen, para ser llevados por Ella al cielo”. Y así le sucedió: murió el sábado 23 de junio de 1860, a la edad de 49 años.
Su oración fúnebre la hizo su discípulo preferido: San Juan Bosco.
El Papa Pío XII canonizó a José Cafasso en 1947, y nosotros lo recordamos ahora por la vida ejemplar que siempre tuvo. Antes de morir San José Cafasso escribió esta estrofa: “No será muerte sino un dulce sueño para ti, alma mía, si al morir te asiste Jesús, y te recibe la Virgen María”.
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