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Más Allá de las Palabras / SAN JUAN VIANEY

Jacobo Zarzar Gidi

(El Santo Cura de Ars)

San Juan Vianey, el Santo Cura de Ars -Patrón de los sacerdotes, ejemplo de virtud, confesor, promotor de la Eucaristía y de la devoción Mariana, era un campesino de mente rústica, que nació en Dardilly, Francia, el ocho de mayo de l786. Durante su infancia estalló la Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Tomando en cuenta esa situación, él y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público su religión. La primera comunión la llevó a cabo a los l3 años, en una celebración nocturna, y en un pajar. La amabilidad hacia los pobres y necesitados era una virtud familiar, ningún mendigo fue nunca arrojado de sus puertas. Un día su familia fue privilegiada al dar hospitalidad a San Benito Labre, cuando “el patrono de los mendigos” pasó por el pueblo de Dardilly en uno de sus peregrinajes a Roma.

Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no le interesaba perder a este labriego que le cuidaba perfectamente sus ovejas y le trabajaba en el campo. Además, no era fácil conseguir seminarios cercanos en esos tiempos difíciles. Atraído fuertemente por su vocación, trató de ir a estudiar a uno de los seminarios que había en Francia, pero su intelecto era limitado y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: “Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante. No se le queda nada”. Y lo echaron.

Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de San Francisco Regis, viajando de limosna, con la intención de pedir a ese santo su ayuda para poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.

El padre Balley -con el tiempo su gran protector, había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí recibió a Vianey. Al principio el sacerdote se desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba. Pero su conducta era tan buena, y su criterio tan admirable, que el buen padre Balley dispuso hacer lo posible y lo imposible para que un día llegase al sacerdocio.

Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado sacerdote.

Su gran benefactor, el padre Balley, lo siguió instruyendo, lo llevó a donde se hallaban unos sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus apreciaciones relacionadas con la moral. Tomando en cuenta todo esto, acudieron a recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas esas opiniones les preguntó: -¿El joven Vianey es de buena conducta? Ellos le respondieron: “Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más santo”. “Pues si así es -añadió el prelado- que sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás”.

De esa manera, el día 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que posteriormente llegó a ser el más famoso párroco de su siglo.

El nueve de febrero de 1818 fue enviado a la parroquia más pobre y abandonada de toda Francia. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los domingos no asistían sino un solo hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: “Las gentes de esta parroquia en lo único que se diferencian de los animales, es que... están bautizadas”. El pueblo estaba lleno de cantinas y de salones de baile. Allí permanecerá Juan Vianey de párroco durante 41 años, hasta su muerte, y lo transformará todo. El método que utilizó el nuevo cura de Ars para cambiar a las gentes era: Rezar mucho, sacrificarse lo más posible y hablar duro en los sermones. Reemplazó la falta de asistencia de la población a misa por más horas que él dedicaba a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. Para combatir la gran cantidad de cantinas y de salones de baile, el párroco dedicó una gran parte de su tiempo a llevar a cabo las más impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente se alimentará cada día con unas pocas papas cocinadas. Sus sermones estaban dirigidos a combatir certeramente los vicios de sus feligreses, y de esa manera va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que el diablo quiere perderlos.

Durante los primeros años de su sacerdocio, tardaba tres o más horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego lo escribía. Durante otras tres horas o más se paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendando al Señor lo que le iba a decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidó todo lo que había preparado.

Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el demonio como San Juan Vianey. El diablo no podía ocultar su canalla rabia al ver cuántas almas le quitaba este cura tan sencillo. En repetidas ocasiones lo llegó a atacar sin compasión, derribándolo de la cama. Y hasta trató de prenderle fuego a su habitación. Lo despertaba con ruidos espantosos. Una vez le gritó: “Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo hubiese llevado al abismo”.

Un día, en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jóvenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del padre Vianey. El párroco de esa aldea los invitó a pernoctar en el dormitorio que se encontraba al lado del cuarto donde descansaría el famoso padrecito. Cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en ropa de dormir hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura de Ars.

Cuando lo ordenaron sacerdote, los obispos dijeron: “que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio”. Pues bien, ése fue su oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha ciencia e inteligencia. Pasaba 12 horas diarias en el confesionario durante el invierno y l6 durante el verano. A las 12 de la noche se levantaba el santo sacerdote. Hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora la fila de penitentes era de más de una cuadra de larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Después rezaban los Salmos y celebraba el santo sacrificio de la misa. De ocho a once confesaba mujeres. A las once daba una clase de catecismo a las personas que se encontraban en el templo y a las l2 se tomaba un ligerísimo almuerzo que casi siempre consistía en unas papas cocidas. Posteriormente se bañaba, se afeitaba y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas que la gente le llevaba. Por la tarde, de 1:30 hasta las 6:00 p.m. seguía confesando. Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y continuar impartiendo el Sacramento de la reconciliación.

Un día, llegó al pueblo una actriz muy famosa a visitarlo, tenía muchos deseos de conocerlo porque todos hablaban de él. Cuando se bajó del carruaje y se aproximó al sacerdote, éste de inmediato le dijo: “Madame, la tengo que dejar, porque la pestilencia de su alma es demasiado grande”.

Cuando llegó a Ars, solamente iba un hombre a misa. Cuando murió, solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Las cuatro cantinas del pueblo tuvieron que cerrar por falta de clientela y los salones de baile emigraron a otros sitios. En Ars todos se sentían inmensamente orgullosos de tener un párroco tan santo. El mes de julio de 1859 fue extremadamente caluroso. En varias ocasiones el santo se desmayó en el confesionario. Al darse cuenta lo mal que estaba de salud, una hora después de medianoche, pidió ayuda. “Es mi pobre fin, llamen a mi confesor”. La enfermedad progresó rápidamente. En la tarde del dos de agosto recibió los últimos sacramentos diciendo: “Qué bueno es Dios; cuando ya nosotros no podemos ir más hacia Él, Él viene a nosotros”.

Veinte sacerdotes con velas encendidas escoltaron al Santísimo Sacramento, pero el calor era tan sofocante que tuvieron que apagarlas. Con lágrimas en los ojos dijo: “¡Oh, qué triste es recibir la Comunión por última vez!”. En la noche del tres de agosto llegó su obispo. El santo lo reconoció pero no pudo decir palabra alguna. Hacia la medianoche el fin era inminente.

El cuatro de agosto de l859 pasó a recibir su premio en la eternidad, al mismo tiempo que el Obispo M. Monnin leía estas palabras: “Que los santos ángeles de Dios vengan a su encuentro y lo conduzcan a la Jerusalén celestial”.

Su cuerpo permanece incorrupto en la iglesia de Ars.

jacobozarzar@yahoo.com

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