La cuaresma es el mejor tiempo que nos da la vida para llevar a cabo una auténtica conversión del corazón a Dios. Cada uno de nosotros conoce a la perfección las debilidades y las flaquezas que padece y por lo tanto se vuelve indispensable reconciliarnos para no volver a caer. Cuando el hombre peca gravemente, se pierde un gran tesoro: disminuye la oportunidad de que esa alma vaya al cielo, todo lo bueno que hizo en el pasado se reduce a tan sólo un hecho histórico de poca trascendencia, se aparta radicalmente del principio de vida que es Dios, y queda sujeto a la esclavitud del demonio que hará con él todo lo que le plazca. El alma no se muere, pero construye una muralla que lo separa de su Creador. Después de haber caído, de pronto nos damos cuenta que el pecado no produce verdadera felicidad, porque el demonio carece de ella. Es en esos momentos cuando surge la misericordia del Señor, que se apiada de nosotros y nos hace volver en sí, recapacitando, sintiendo hambre de cosas espirituales y una necesidad inmensa de obtener su perdón. Somos sus hijos y lo hemos ofendido, somos sus hijos y le hemos fallado; deberíamos sentirnos horrorizados de nuestros actos, porque la raíz del mal se encuentra en el interior del hombre. En esos instantes es conveniente comparar lo que Dios esperaba y espera de nosotros, con lo que en realidad le hemos entregado.
Si se da el arrepentimiento sincero, la misericordia de Dios corre hacia nosotros para salir al encuentro en cuanto se entera desde la lejanía que existe un pequeño deseo de volver a la protección segura de la Casa del Padre. El perdón divino produce alegría, es como si nos liberáramos de una carga muy pesada que llevamos durante un largo tiempo sobre las espaldas. A cambio, el Señor nos colocará una rica túnica, un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Estábamos muertos y hemos vuelto a la vida, estábamos perdidos y hemos sido hallados. La gran fiesta ha dado comienzo en el cielo, y en la tierra todas las cosas han cambiado para bien. Y si hacemos el esfuerzo de mantener la presencia de Dios en nuestra alma por un largo tiempo, tendremos la Perla Preciosa que tantos buscan y no han podido encontrar. Después de haber obtenido el perdón por las faltas cometidas, la gracia de Dios nos permite sentir su presencia de mil maneras en el torbellino de la vida.
A cada instante podremos apreciar un destello luminoso que nos dará verdadera alegría. Una felicidad que no se compra con dinero y que perdurará por mucho tiempo. Nos sentiremos protegidos por una fuerza espiritual que nos dará fortaleza y alejará todos los temores que tiene nuestra alma. Si por estar en pecado grave se nos dificulta pedir perdón a Dios, preparémonos durante un tiempo con la oración para sanar nuestra alma siendo humildes y dóciles, escuchando a las personas que el Señor ha puesto cerca de nosotros para ayudarnos con sus palabras y sus consejos. No permitamos que llegue la Semana Santa y que nosotros permanezcamos aún en pecado, porque sería la peor de las ingratitudes que pudiéramos cometer. En esas fechas nos encontraremos con un Jesús colocado en la cruz, padeciendo por nosotros y sufriendo la burla de las multitudes que aún no se han dado cuenta de su error.
Con un Jesús abofeteado, ofendido, traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. Con un Jesús desgarrado a martillazos y lanzado en el corazón, desconocido por los suyos e ignorado por todos aquéllos que vieron sus prodigios. Con un Jesús, que a pesar de ser Rey, fue azotado, sintió hambre y sed de justicia, padeció traiciones de aquéllos en los que había confiado, y dos mil años después aún permanece para muchos en el más completo abandono. Con un Jesús que sangró hasta la última gota, que ya no tenía una más para darnos y que a pesar de todo se encuentra dispuesto a perdonar el cúmulo de faltas que hemos cometido. Cuando analizamos con detenimiento la personalidad de Judas -el llamado traidor, nos parece imposible que un hombre que conoció tanto a Cristo haya sido capaz de entregarlo. Lo vio hacer milagros, platicó en repetidas ocasiones con Él, se sintió atraído por su palabra, fue enviado a predicar y probablemente realizó algún milagro. ¿Cómo es posible que la traición haya aparecido en su alma, si estuvo aparentemente tan cerca de Él? Nosotros al igual que Judas, lo vimos hacer milagros al darnos la vida, intimamos con Él en la oración cada vez que rezamos, nos ha dado inmerecidos cargos importantes al pedirnos que seamos sus discípulos y que vayamos por el mundo evangelizando a los sordos de espíritu y a los ciegos de corazón. Nos ha dicho en repetidas ocasiones y así nos lo ha demostrado mil veces, que nos ama, a pesar de nuestras infidelidades, de nuestros titubeos, de nuestras mentiras e hipocresías, de nuestra terrible frialdad. Mientras más amigos hayamos sido de Jesús, más le van a doler las traiciones que cometamos con su persona. Si fuéramos enemigos, tal vez lo soportaría, pero hemos sido amigos y ese beso de traición no se puede tolerar. Por eso es importante medir nuestros actos, porque todos y cada uno de ellos tendrán consecuencias directas con la pasión del Señor, incrementando misteriosamente el dolor, la soledad, las angustias y el desprecio que sintió Jesucristo. Muchos son los cristianos que siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos. Casi no lo mencionan en aquellos sitios en los que no es popular declararse discípulo suyo. Y son contados con los dedos de las manos aquéllos que abiertamente se declaran sus discípulos pase lo que pase y dígase lo que se diga. En estos momentos es oportuno recordar aquella frase que tan duro golpea a los indiferentes: “El que me reconozca delante de los hombres Yo lo reconoceré delante de mi Padre, y el que me niegue delante de los hombres Yo lo negaré delante de mi Padre que está en los Cielos”. (San Lucas 12, 8 - 9).
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