“Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso”.
La cuaresma es tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor. Algunas veces se nos olvida que sin Él, nada somos, por lo tanto es bueno hacer un alto en el camino dedicando varias horas a la meditación y a la reflexión. Para conseguirlo, es necesario que nos despeguemos de las cosas de la tierra, que dejemos el pecado que envejece y mata, y retornemos cuanto antes a la fuente de vida y alegría que nos proporciona la gracia del Señor. Volver el corazón a Dios y convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Jesucristo espera que vivamos, amando a Dios con toda nuestra alma y alejando de nuestra vida cualquier pecado deliberado. “Quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos y sus vicios, lo busca de noche, y de noche, no lo encontrará”.
La parábola del Hijo Pródigo surge imponente en este tiempo, para impulsarnos a volver las veces que sea necesario a ese Padre misericordioso que aguarda nuestro retorno. Cada uno de nosotros es el Hijo Pródigo que inicia el camino de retorno movido por la triste situación en la que ha caído, sin perder nunca la conciencia de su pecado. Lo importante de este suceso es “el encuentro” con la propia verdad interior y el perdón de ese Padre maravilloso “que no lleva cuentas” de las faltas cometidas y que no reclama, que únicamente escucha, perdona, consuela y abraza al que ha llegado gimiendo como esclavo maltratado, como siervo que suplica la liberación de sus cadenas. Reconozcamos nuestras culpas con humildad y sencillez. Pidamos perdón las veces que sea necesario como dice Monseñor Escrivá de Balaguer, de una manera concisa, concreta, clara y completa. Aprovechemos estos días para despertar, educar y reactivar nuestra conciencia que la tenemos relegada en el olvido. No endurezcamos nuestro corazón; la muerte de la conciencia, su indiferencia con relación al bien y al mal y sus desviaciones, son una gran amenaza para el hombre. La conciencia es la luz del alma, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer cualquier pecado grave sin tomarlo en cuenta. El hombre que tiene el corazón endurecido y la conciencia deformada, es un enfermo espiritual y es necesario ayudarlo para devolver la salud a su alma. Aprovechemos este tiempo que es sagrado para pedirle a Dios Nuestro Señor que transforme nuestra forma de ser y la adapte con gran precisión a lo que Él espera de nosotros. Es por eso que la cuaresma es tiempo de alegría y esperanza, porque se obtienen muchas conversiones, aunque la conozcamos más bien por su mensaje de penitencia y mortificación. Si en nuestra vida diaria permanecemos tristes, debemos reconocer que no estamos suficientemente cerca de Cristo.
Por todos lados vemos a mucha gente que sufre, que busca un poco de felicidad y no la encuentra, que sueña con verse algún día liberada de tantas cargas que le agobian. Ésa es la cruz de cada día, ése es el madero que Nuestro Señor Jesucristo pide que carguemos con entusiasmo, y posteriormente tomemos la decisión de seguirle. Un cristianismo sin cruz, no es cristianismo porque no conservaría la doctrina del Evangelio. Sería un cristianismo sin redención y sin salvación. La persona que abandona el espíritu de sacrificio y de mortificación, queda atrapada por los sentidos, pierde la espiritualidad que nos conduce a Dios y no existe progreso alguno en la vida interior.
Casi siempre nos enfrentamos al difícil carácter que tenemos, a nuestro odio hacia algunas personas, a las envidias de nuestro corazón, a la pereza de nuestro cuerpo. Para obtener la victoria en estos casos, debemos hacer un esfuerzo muy grande para transformar nuestro “hombre viejo” lleno de miserias y nuestro proceder desordenado. Pero en algunas ocasiones, encontramos la Cruz a nuestro paso en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido. Allí es donde renegamos y culpamos a Dios de nuestra suerte. El Señor nos dará -por difícil que parezca, las fuerzas necesarias para llevar esa cruz y nos llenará de paz, de gracias y de frutos inimaginables.
La cuaresma nos prepara a contemplar con dolor y vergüenza los acontecimientos de la Pasión y muerte de Jesús que fueron verdaderamente atroces, insoportables e indescriptibles. No olvidemos que con nuestros actos de todos los días, seguimos crucificando al Señor de la Vida, al inocente que únicamente vino a salvarnos. Los judíos y los romanos de aquellos tiempos, fueron los actores materiales de ese crimen despreciable e ignominioso, pero nosotros -al pecar, seguimos aplaudiendo el terrible acto de barbarie. Debemos hacer penitencia para que nuestra vida de cristianos tenga sentido y para reparar tantos pecados propios y ajenos. Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a padecer con Él. La meditación acerca de los sufrimientos que padeció Nuestro Señor Jesucristo, y las mortificaciones voluntarias que hagamos deseando unirnos al afán redentor de Cristo, aumentarán también nuestro espíritu apostólico en esta cuaresma, ayudándonos a volver los ojos hacia el prójimo desvalido.
El mundo está necesitado de Dios, a pesar de que constantemente repite con sus actos que no lo necesita. No debemos endurecer nuestro corazón, se espera mucho de nosotros, la vida es corta, y tenemos bastante por hacer antes de que se agoten las horas. Para que el guía de ciegos no sea también ciego, no basta un conocimiento superficial del camino, es necesario “andarlo” con paso firme y seguro, porque como decía San Gregorio Magno, “Quien tiene la misión de decir cosas grandes, está obligado igualmente a practicarlas”, y para conseguirlo, es imprescindible hablar con Jesucristo, intentar conocerlo cada vez más, amarlo intensamente y tener una lucha frontal contra todos nuestros defectos.
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