El 29 de agosto de 1990, en la Ciudad de México, después de acudir a misa a las ocho de la mañana en la iglesia de Santa Cruz del Pedregal, el prestigioso arquitecto Bosco Gutiérrez Cortina fue secuestrado por cuatro individuos que se hacían pasar por agentes de la policía y recluido durante nueve meses en un cuarto de tres metros cuadrados, totalmente incomunicado y sin ver la luz del sol.
Al salir rumbo a su trabajo, fue golpeado en el rostro y arrojado violentamente en la parte trasera de un automóvil. En esos momentos de sorpresa y aturdimiento, recordó los impresionantes bellos ojos de la Santísima Virgen que acababa de observar en una estatua colocada en la pared de la iglesia, y sintió un dulce consuelo a pesar del dolor que presagiaba. Había anotado en su agenda personal tomarle una fotografía la próxima vez que asistiera a misa.
El automóvil hizo una pequeña escala en un lote baldío. Después de quitarle toda su ropa, le arrebataron la cartera, le taparon los ojos y lo arrojaron en la cajuela que se encontraba completamente vacía. Minutos después enfilaron hacia la carretera con dirección para él desconocida, al mismo tiempo que la esposa del arquitecto era informada por una amiga “que varios hombres se habían llevado a su marido”. Después de seis horas llegaron al sitio donde lo ocultarían en el Estado de Puebla. Le quitaron el reloj y lo encerraron en un cuartito (sin ventanas para el exterior) de un metro por tres, de los cuales solamente estaba disponible un espacio de un metro por dos -el resto era el sanitario que no tenía tanque. Diariamente le pasaban una cubeta de agua, la mitad la utilizaba para el baño, un poco para tomar, y el resto para asearse. Por la misma ventana que daba a otro cuarto, le hacían llegar tres veces al día sus alimentos. Una cámara de video lo vigilaba constantemente, jamás pudo mirar el rostro de sus secuestradores y mucho menos escuchar la voz de un ser humano. Al no tener un reloj a su alcance y no poder ver la luz del sol, perdió la conciencia del día y de la noche, y por lo tanto, no sabía si le tocaba almorzar, comer o cenar.
A los pocos días comenzó a sentir el “Síndrome del prisionero de guerra”. Fue perdiendo interés en la vida -quiso morirse, una fuerte depresión invadió su mente, dejó de comer y permaneció varias horas tirado en el piso. Durante breves minutos del día encendían la luz, el resto la pasaba en tinieblas. Al observar el decaímiento físico y moral de su cautivo, los secuestradores se dieron cuenta que “su mercancía se les estaba yendo”. Si moría, disminuían las posibilidades de cobrar el rescate. Cuando los secuestradores tenían algo que informarle, encendían la luz, entraban al cuartito y le mostraban en silencio una hoja de papel con el mensaje escrito. Un día le dijeron: “Viva México, hoy es 15 de septiembre. Hoy puede usted tomar lo que quiera”. El arquitecto Bosco no era bebedor, pero de vez en cuando disfrutaba de un buen vaso de whisky, y eso fue lo que pidió. “Si me lo van a servir -les dijo, que no sea en vaso de plástico, que sea de vidrio, con un gran pedazo de hielo”. A las tres horas llegó la bebida, la miró con detenimiento, se saboreó, y comenzó a realizar el llamado “culto al whisky”. Colocó el vaso frío -con el hielo dentro, sobre la herida de sus labios que aún permanecían hinchados. Al estar a punto de disfrutar el primer sorbo, escuchó la voz silenciosa de su conciencia que le dijo: “Ofréceme el sacrificio de no tomar el whisky”. Sorprendido de tal petición, contestó: “No Señor, no te puedo ofrecer eso, te ofrezco el dolor -sin quejarme, de permanecer encerrado en este lugar, y el sufrimiento de mi familia que con toda seguridad se encuentra bastante angustiada”. “Eso no depende de ti, ofréceme el whisky”. En medio del jaloneo que no lo dejaba tranquilo, tomó una importante decisión, que a partir de ese momento lo fortaleció espiritualmente. Bajó su brazo, giró su cuerpo, y dando la espalda a la cámara, arrojó -sin haberle dado un solo sorbo, el whisky al sanitario. Al día siguiente escribió en la pared: “Hoy 16 de septiembre, vencí mi primer batalla”. Fue en esos momentos cuando se dio cuenta que valía como ser humano, y que era un hombre libre porque tenía el poder dentro de sí, de ofrecer a Dios lo que quisiera, incluso en contra de la voluntad de otras personas. De esa manera comenzó a sentir una gran paz espiritual.
Al sentirse motivado, recordó varias de las enseñanzas de San José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Llevaba ya diez años de haber ingresado como laico en la obra, y se consideraba “un soldado de Cristo”, por lo tanto, no podía desfallecer en los momentos de dura prueba que estaba padeciendo. Ese día, pidió a sus secuestradores, que aparte de la Biblia que le habían entregado desde un principio, ahora le trajeran un ejemplar de Monseñor Escrivá de Balaguer. A los tres días, le aventaron el libro llamado “Forja”, escrito por el Santo del Opus Dei. Al abrirlo, se encontró con una frase que llamó poderosamente su atención y le hizo llorar: “¡Cómo no te voy a querer hijo mío, si te introduzco en ese crisol, y a golpe de martillo saco una joya fina!”.
Ese mismo día pidió instrumentos de limpieza a los secuestradores para asear el pequeño pero insalubre sitio en que vivía. Les dijo: “Si de mi cuarto para afuera quieren ustedes vivir sucios y desordenados, allá ustedes, pero en mi baño y en mi espacio habrá únicamente limpieza”. Las veinticuatro horas del día escuchaba a todo volumen un mismo cassette que los secuestradores colocaron en una grabadora para eliminar cualquier otro sonido que pudiese salir al exterior. Lo que fue una gran mortificación al principio que lo volvió casi loco, la aceptó posteriormente, gracias a la oración y al sacrificio ofrecido a Dios por alguna intención espiritual. El ruido duró sin parar cuatro largos meses, (diez y seis horas diarias estando despierto, y ocho “descansando”).
Con el espíritu enarbolado, a partir de ese momento comenzó a rezar un rosario por la mañana, otro al medio día y uno más antes de acostarse para dormir. Tres horas diarias de ejercicio en el pequeño espacio de que disponía lo mantuvieron con la vitalidad necesaria para soportar el sufrimiento de saberse alejado de la familia. Su cuerpo estaba acostumbrado al ejercicio porque varias veces participó en maratones de 42 kilómetros.
Para no retroceder en su ánimo y en su auto motivación, diariamente reflexionó en silencio en el verdadero tesoro que significaba su gente. Esa gente -ahora lejana, que lo fue acompañando por el camino de la vida: su esposa, sus hijos, su padre, sus hermanos, sus amigos, sus colaboradores, su confesor, y por supuesto sus compañeros del Opus Dei, que en esos momentos con toda seguridad estaban orando preocupados por su suerte. Pensaba en cada uno de ellos como si fueran joyas valiosas que extraía de un baúl. Recordaba de cada uno su rostro, su carácter, sus palabras, su espíritu de servicio, y las ganas de vivir que siempre le demostraron; Después de un rato, imaginariamente depositaba su tesoro dentro del baúl, para volver a sacarlo al día siguiente.
El arquitecto Bosco se dio cuenta que quienes lo tenían privado de su libertad pertenecían a una banda de secuestradores internacionales de gran peligrosidad. Los cerebros de esa organización -que posiblemente se encontraban en otros países, hicieron gala de paciencia para desesperar a la familia, no tenían prisa, podían esperar el tiempo que fuera necesario, y debido a eso, el secuestro se alargó mucho. Sin embargo, la familia dijo con toda claridad, que no pagarían un solo centavo si no les entregaban “una prueba de vida”. Como respuesta, los maleantes fotografiaron al arquitecto en dos o tres ocasiones con el periódico del día en las manos. Después de recibir la prueba que exigían, las cinco personas de la familia que estaban al frente de la negociación, publicaban su oferta en el periódico “El Clarín” de Argentina, o en algunos otros medios impresos de diferentes países.
Diariamente al levantarse, el arquitecto ofrecía a Dios las obras del día, se aseaba, y posteriormente meditaba en el Santo Sacrificio de la Misa. En voz alta decía: “En algún lugar del mundo, en estos momentos, está comenzando una misa, y a ella espiritualmente me uno”. Se imaginaba una capilla virtual, mentalmente se unía al sacerdote entrando al altar, inventaba las lecturas, participaba contestando lo que el ministro decía, pedía perdón de sus pecados, leía algún Evangelio, vivía paso a paso la Consagración, se imaginaba que recibía la Sagrada Comunión, y daba gracias diciendo: “Señor, en estos momentos, yo me constituyo en el guardián de tu Sagrario durante las siguientes 24 horas”. Con el valor de la espiritualidad que lo envolvía, un día les dijo a los secuestradores “que no les tenía miedo, y que si decidían matarlo, únicamente les pedía que antes de hacerlo, le trajeran a un sacerdote para que le diese la Sagrada Eucaristía”. Esa semana, el arquitecto se dio cuenta que uno de los resortes de acero de su colchón se estaba zafando. Con mucho trabajo lo fue desprendiendo, y durante noventa días lo estuvo presionando contra el suelo transformándolo finalmente en una varilla larga. Todo esto lo hizo previendo que algún día los secuestradores huyeran por algún motivo y lo dejaran encerrado sin agua y sin comida.
Conforme fueron transcurriendo las semanas, los secuestradores se sorprendieron de su fortaleza, y varias veces se lo hicieron saber por escrito. No sabían de dónde sacaba tanta fuerza espiritual. Los insultos de los primeros meses fueron desapareciendo (ya no le decían “maldito burgués”), y el día 24 de diciembre, cada uno de ellos le llevó a regalar una prenda de ropa. Fue en esos momentos cuando el profesionista aprovechó para hablarles de las Navidades anteriores que había pasado junto a su familia, y de la llegada del Niño Jesús que transformó con su amor a toda la humanidad. Ellos también tenían derecho de oír hablar de Cristo, y fue depositando poco a poco la semilla de la fe, con la esperanza de que tarde o temprano cayese en buena tierra y diese frutos abundantes.
Una mañana, al despertar, le sorprendió escuchar que uno de los secuestradores se estaba bañando en la regadera del cuarto adjunto, pero el que lo tenía que reemplazar, no había llegado (se sabía de memoria en qué momento llegaba uno y se iba el otro). Tocó e hizo ruido en la ventanita, pero nadie le contestó. Metió el alambre a través del agujero y sorpresivamente levantó la aldaba. La puerta se abrió, asomó la cabeza, y por vez primera pudo observar la recámara donde pernoctaban los secuestradores. Sin pensarlo dos veces, se volvió a meter al cuartito donde lo tenían encerrado (solamente estaba probando si servía o no la varilla que con tanto esfuerzo había enderezado), pero ya no pudo volver a cerrar la aldaba, y la puerta se abría sola. Al tener conciencia de que lo matarían si se daban cuenta que intentó escaparse, se salió otra vez buscando el sitio por donde entraban diariamente las personas que lo tenían privado de su libertad. Caminó sin hacer ruido, y de pronto observó que al final de la recámara -que era bastante larga, estaba uno de los secuestradores profundamente dormido. A lo lejos pudo ver por primera vez en nueve meses la luz del sol. Dio gracias a Dios por la bendición recibida, salió a la calle, y se subió en la parte trasera de un taxi que por casualidad estaba allí parado, pero el chofer no lo quiso llevar porque se asustó con el aspecto que tenía (una barba y un cabello sin cortar durante todo ese tiempo, impresionan a cualquiera). Se bajó, y le hizo la parada a otro carro de sitio. Al detenerse, le dijo que lo llevara de inmediato a un hospital en la Ciudad de México. Le preguntó que cuánto le cobraba, y el hombre le contestó que seiscientos pesos. El arquitecto le ofreció lo doble, a pesar de que no traía un solo centavo, y en garantía puso en el cenicero del auto la cadena y la medalla bendita que con la imagen de la Virgen María colgaba de su cuello. Pasando la caseta de cobro, el auto se descompuso y el chofer se hizo a un lado de la carretera, abrió el cofre y metió las manos en el motor. El profesionista aprovechó para cambiarse al asiento delantero, y al ver que un rosario colgaba del espejo retrovisor le preguntó: “Este rosario es de uso o es de adorno”. El chofer no supo qué contestarle, cerró el cofre, se sentó de nuevo al volante y echó a andar el motor. Años después le preguntaría al dueño del taxi -que se convirtió en su amigo, ¿por qué había funcionado tan rápido el motor, a pesar de haber estado descompuesto? A lo que éste contestó que en realidad no tenía desperfecto alguno, y que simuló la descompostura porque lo había visto muy raro -dándole temor su aspecto, pero cuando le pidió que se fueran por el camino rezando un rosario, le dio confianza, y sabía que ningún daño le iba a hacer.
Al entrar a la Ciudad de México, el arquitecto Bosco le dijo al chofer que lo llevara a su casa, pero desde lejos observó que había muchos guardaespaldas en los alrededores, y mejor prefirió ir a la dirección donde vivía su padre. Al llegar, su esposa estaba bajándose de la camioneta, porque ese día tenían planeado reunirse todos los integrantes de la familia para ultimar los detalles de la entrega del rescate. Varias veces lo habían intentado, pero por un motivo u otro no pudieron llevarlo a cabo. Los secuestradores les dijeron primero que lo recibirían en Brasil, (pero Brasil -para terminar con los secuestros, no permite el paso de grandes cantidades de dinero en efectivo), después, en un hotel de España, y posteriormente en un país de Centroamérica. Durante todos esos meses, la esposa del arquitecto oró con insistencia para que Dios le otorgase la libertad de su marido, pero añadió una pequeña petición que solamente ella conocía: “Si me concedes esa gracia Señor, quisiera ser la primera en recibirlo...”.
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