“El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas”.
En determinados momentos de la vida, todos tenemos una gran necesidad de recibir una dosis de espiritualidad que nos permita seguir adelante, porque a final de cuentas nuestra existencia no tiene sentido, si no es junto a Jesucristo. “Señor, ¿a quién iríamos? Si únicamente Tú tienes palabras de vida eterna”. Necesitamos que el Señor de la Vida permanezca a nuestro lado cuando nuestra alma se encuentre inmersa en las tinieblas, cuando hayamos perdido el rumbo, cuando no tengamos a quién acudir. Amor exigente es el del Señor que siempre pide más y nos lleva a crecer en finura de alma para dar abundantes frutos.
Si dejamos que nuestro amor por Dios disminuya, dará comienzo la tibieza espiritual, que hace la vida tediosa, sin sentido, carente de esperanza y escasa de fe. Cristo queda como oscurecido, no lo vemos ni lo escuchamos. Como consecuencia, ese vacío de Dios intentamos llenarlo de otras cosas, que no son de Dios y no llenan, que nos hacen caer en un abismo profundo de turbulencia anímica y desolación. Se pierde la paz espiritual, la alegría, la sinceridad y la espontaneidad, exhibimos inconformidad personal y creamos conflictos con la familia. Damos un mal trato a los nuestros y renegamos de estar viviendo en este mundo.
Si en algún momento notamos que nuestra vida íntima se aleja de Dios por el pecado o por la dejadez prolongada que dejamos prosperar, hemos de saber que, si ponemos los medios, todas las enfermedades del alma tienen curación. El gran Médico nos recomienda acudir a Él por medio de la oración y los sacramentos. El estado de tibieza se parece a una pendiente inclinada que cada vez nos va separando más de Dios. Las fuerzas del alma se debilitan minuto a minuto, y si seguimos así, muy pronto se nos dificultará levantarnos. Es en esos momentos cuando necesitamos con urgencia una dosis de espiritualidad renovada para volvernos a sentir verdaderos hijos de Dios. Una de las gracias más grandes que podemos recibir es la de tener quién nos oriente en la senda de la vida interior. ¡Dichoso aquél que ha encontrado un buen director espiritual que disponga de tiempo para escuchar y sabiduría para dar un consejo! Un conductor del alma que posea un profundo sentido humano y un gran espíritu sobrenatural. Un guía que nos ayude a encontrar la voz de Dios que nos conduzca por el sendero correcto que desemboca en el cielo. Un buen director espiritual es aquella persona, puesta por el Señor, a quien abrimos el alma de par en par y nos sinceramos al saber que la hace de maestro, de médico, de amigo y de buen pastor, en las cosas que a Dios se refieren. Es aquél que nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia contra el mal; es la persona que nos ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en nuestra alma, hambre y sed de Dios. A falta de un sacerdote, o un laico humilde, sabio y sincero, encontramos a Cristo mismo que nos escucha atentamente, nos comprende y nos da luces nuevas para seguir adelante.
Existe una oración muy hermosa que se atribuye al Papa Clemente XI que puede ayudarnos a conseguir una mayor espiritualidad:
Creo en ti, Señor, pero ayúdame a creer con firmeza; espero en ti, pero ayúdame a esperar sin desconfianza; te amo, Señor, pero ayúdame a demostrarte que te quiero; estoy arrepentido, pero ayúdame a no volver a ofenderte.
Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te anhelo porque eres mi fin; te alabo, porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en ti, porque eres mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en ti; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de ti; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por ti.
Todo aquello que quieres tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres tú. Como tú lo quieras y durante todo el tiempo que lo quieras.
Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que fortalezcas mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi espíritu.
Hazme llorar, Señor, mis pecados, rechazar las tentaciones, vencer mis inclinaciones al mal y cultivar las virtudes.
Dame tu gracia, Señor, para amarte y olvidarme de mí, para buscar el bien de mi prójimo sin tenerle miedo al mundo.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, solícito con mis amigos y generoso con mis enemigos.
Ayúdame, Señor, a superar con austeridad el placer, con generosidad la avaricia, con amabilidad la ira, con fervor la tibieza.
Que sepa yo tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor en los peligros, paciencia en las dificultades, sencillez en los éxitos.
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mi trato con el prójimo y verdaderamente cristiano en mi conducta.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener mi salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad futura.
Concédeme, Señor, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme del infierno y obtener tu gloria.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
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