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Más Allá de las Palabras

Jacobo Zarzar Gidi

(Segunda parte)

ANÉCDOTAS DEL PADRE TRAMPITAS

“Pancho Valentino fue conocido en la Ciudad de México, fue aquel asesino que mató a un sacerdote francés en la capilla de la Virgen de Fátima en la colonia Roma. Practicaba la lucha libre. Yo una vez lo vi levantar a un hombre de setenta y cinco kilos desde el suelo, lo levantó dieciséis veces, era muy fuerte, lo mató para robarle. Cuando llegó a las Islas Marías, me saludó en esta forma: “Yo soy Pancho Valentino -el mata curas, eh”. Y yo le contesté: “Pues mira, yo soy el padre Trampas, el que mata a los mata curas, y no te me enchueques carbón”.

Les diré que esas palabras de “carbón” y “tiznado”, allá no suenan mal, son como jaculatorias que podemos decir, es una manera de expresarse. Hubieran visto cuando contemplaron al Sumo Pontífice en la televisión besar la tierra de México. “Chin, ésos son santos de veras” -gritaban emocionados. Pancho Valentino y yo, por muchos años no nos hablamos, lo puse a trabajar de bibliotecario haciendo la limpieza. Todos los días pasaba por ese lugar cuando iba a oficiar la primera Misa como a eso de las siete de la mañana. “Buenos días Pancho”. Me dirigía una mirada despectiva, ni siquiera me respondía. Algunas veces me contestaba con un escupitajo. Después de varios años, en una pasada que di, me dijo: “Oiga padre Trampitas, venga, le quiero obsequiar una pintura”. Me regaló un cuadro pintado por él donde aparece el Cristo de Dalí, inclinado, y cuya sangre se derrama sobre las Islas Marías. En la parte de atrás de la pintura le escribió: “Al bueno y humano padre Trampitas, quien sembró en mi alma el amor a Cristo, que me enseñó que mi Redentor vive en el Cielo y que algún día lo veré”.

Pancho Valentino me lo regaló y a los pocos días me obsequió el Cristo de Velásquez -ése de la cabellera, con una dedicatoria similar; luego el Cristo de Limpias -el de la agonía, ¡bien bonito! Después me regaló mi retrato. Había en ese entonces un preso súbdito inglés -porque allí hay reclusos de toda la República y de muchas otras partes del mundo. Se acerca y me dice: “Padre Trampitas, cuídate de Pancho Valentino, porque anoche me invitó para matarte, yo no quise aceptar, porque a ti te debo la salud de mi esposa y de mis hijos, (yo le había regalado algunas medicinas de las que tengo), pero cuídate”. “Está bien” -le dije. Era el día dos de enero, estaba yo escribiendo mis cartas en la sacristía cuando escuché que estaban dando el toque de queda, que en ese tiempo lo daban a las 8:30 de la noche. (A esas horas ya nadie puede caminar por las calles, todos deben de permanecer con sus familias, en sus celdas o en sus barracas). Unos minutos después de haberse dado el toque de silencio, golpearon a mi puerta, yo dije: “Adelante”. Entró Pancho Valentino, se me para enfrente y dice: “Buenas noches”. “Buenas noches Pancho”. “¿Estamos solos?”. “Nada más Dios está con nosotros”. Cierra la puerta y con voz despectiva y fuerte dijo: “Vámonos, camine, vamos al Sagrario”.

Miren, créanme, pensé que ya me había llegado la hora, pero mire, sentí tal gozo, porque es una cosa que le he pedido a Dios morir en la prisión y que mi tumba se levante entre las tumbas de mis compañeros que muchos de ellos han volado al Cielo, casi todos. Dije: “Ya llegó mi hora”, tanto que le dije a Nuestro Señor: “Señor, te prometo no meter las manos para defenderme”. Caminé y le dije a Nuestro Señor: “Acepta mi sangre y mi vida para la salvación de todos los prisioneros actuales y los que vengan después; no tiene valor mi sangre, pero Tú se la darás”. Llegamos frente al Sagrario, y le dije: “Ya estamos aquí Pancho, ¿qué querías?”. Se quedaba mirándome y mirándome, y me aventaba.

Al sacerdote de origen francés lo aventó varias veces para que corriese y luego lo cogió de los pies, lo jaló y se le echó encima, fue entonces cuando lo ahorcó. Me aventaba, y le dije: “No, mira Pancho, ¿qué es lo que quieres?”. “Pues enséñeme, ¿cómo dice usted que es eso de orar a Dios? ¿Cómo se ora?, a ver, dígame, ja, ja, ja...”. “No Pancho, mira, eso no, ya sé a lo que vienes”. ¡Me llené de un valor, como nunca! Sentí una gran emoción y una gran alegría. Podemos decir que ya tocaba el Cielo, oiga, porque mire, estaba la Virgen de Guadalupe -que yo la había colocado allí, el Sagrario, el altar donde tantas veces le he pedido a Dios esa gracia de morir aquí, óigame, pues todos los factores cooperaban a sentirme ya casi en la gloria, de veras, me sentía rete emocionado.

“Mira Pancho, ya sé a lo que vienes, lo que has de hacer, hazlo pronto, te prometo no meter las manos para defenderme”. Entonces me miró, se quedó observando la imagen de la Virgen de Guadalupe, y miren, yo vi cuando el semblante de aquel hombre casi cambió la expresión de su rostro. Se quedó mirando a la Virgen y dijo: “No, ya no, madrecita, ya no... Madre de Dios, ayúdame”. Y yo que creí que se iba a lanzar sobre mí, apreté las manos, pero no, se fue contra el Sagrario. Lo golpeaba y decía: “Señor, Dios del perdón, perdóname Señor... en este momento, hace diez años, un santo sacerdote tuyo expiraba entre mis manos asesinas”. (Y, sí, en efecto, era el dos de enero -hace diez años, cuando cometió el terrible asesinato). “Mátame si quieres Señor, pero perdóname y ayúdame Padre mío”. Mire, aquel hombre no lloraba, bramaba, rugía con la saeta de amor del Espíritu Santo. Yo caí de rodillas junto a él, yo que esperaba la muerte, y en su lugar encontré un abismo de misericordia. No tuve más que caer de rodillas, y yo le dije al Señor: “Señor Dios mío, Tú no desprecies al corazón contrito y humillado, acuérdate también de aquella vez cuando yo mismo fui tu perseguidor y después juré seguirte delante de mi madre, acuérdate”. Mire, aquéllos fueron veinte minutos de misericordia, después le di la absolución. Al día siguiente fue a comulgar. Entonces, uno de los presos me dice: “Padre, hoy sonaron las campanas gordas en el Cielo, porque comulgó Pancho Valentino”. Le dije: “Si hubieras estado aquí anoche, hubieras escuchado los sonoros bronces del Reino de los Cielos tocando alegría por un pecador que se arrepiente según la promesa de Cristo. Mire, desde entonces asistía a la misa, todo de rodillas, no se sentaba porque sabía que estaba delante de Dios, la homilía del domingo la escuchaba de rodillas porque sabía que estaba oyendo la palabra de Dios, cuando iba a confesarse, me hacía una seña y me decía: “Padre, una enjuagadita”.

Pues mire, si viera usted cómo queda uno humillado delante de esos grandes pecadores al ver cómo se convierten a Cristo y se llenan de amor. En una ocasión, de Puebla me llegó un telegrama donde me pedían palancas para unos cursillos de cristiandad; estaba conmigo Pancho y se lo comenté. Me dijo: “¿Qué es eso de palanca?”. Mira, quiere decir que tú vas a ofrecer comuniones, misas y sacrificios para que aquellos hombres que se juntan allá, encuentren a Cristo, como tú lo encontraste aquí. “Ah, está bueno”. Entonces les voy a decir que tú ofreces por tres meses todos tus sufrimientos. “Pero padre, ¿cuáles sufrimientos? Mire Padre, se lo digo de verdad, desde que conocí a Cristo, ya no hay sufrimiento; antes, cuando me mandaban al corte de la penca, a la piedra, a los hornos de cal, o a rajar leña, iba yo maldiciendo desde mi madre hasta a Dios, iba yo maldiciendo, pero ahora padre, cuando me mandan a esos lugares a trabajar, voy con gozo, con gusto, porque voy a tener algo que ofrecerle a Cristo”.

CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.

jacobozarzar@yahoo.com

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