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Mate al rey (autodestronado) (I)

Francisco Amparán

El mundo del ajedrez suele considerarse como una logia de esotéricos cerebros, que se la pasan elucubrando jugadas y gambitos, y que tiene tanto glamour y pasión como una rebanada de pizza de hace dos semanas. Sin embargo, de vez en cuando surge una figura que saca a ese ámbito de su aparente grisura y le revela al gran público los encantos del llamado deporte ciencia.

Una de esas figuras, que hizo popular al ajedrez y que se volvió una personalidad mediática no sólo por su juego sino por sus múltiples excentricidades, fue Bobby Fischer, quien muriera en Islandia la semana pasada. Y quiero recordarlo porque creo que muchos nos entusiasmamos con peones, caballos y alfiles gracias a él. Y porque de alguna manera nos trae a la memoria gratos recuerdos de nuestra cada vez más remota juventud.

Fischer fue el típico niño prodigio, dotado de una enorme capacidad desde que supo cómo se movían las piezas. A los quince años ya era un Gran Maestro Internacional, que sería el equivalente de ser mariscal de campo titular en la NFL: No hay más de treinta de ésos en todo el planeta. Pero fue en 1972 cuando su nombre se volvió tan popular como el de cualquier deportista o personalidad de la farándula.

Fue entonces, hace 35 años, cuando enfrentó y derrotó, precisamente en Islandia, al campeón mundial de aquellos entonces, el soviético Boris Spassky. Hablamos de los buenos, viejos tiempos de la Guerra Fría, cuando los capitalistas americanos y los hijos del proletariado de la URSS hacían de cualquier enfrentamiento, así fuera a las canicas, toda una prueba de la superioridad de un sistema sobre el del rival. Así, el choque entre Fischer y Spassky fue promocionado como el de la iniciativa e inventiva individuales, gloria y prez del sistema liberal capitalista, en contra de lo anodino y conformista de un estado socialista que aplanaba todo tipo de originalidad, creando robots sumisos e incapaces de adaptarse a las situaciones cambiantes.

Quizá por ese enfoque se le dio una enorme publicidad al enfrentamiento de Reikiavik. Pero al mismo tiempo, le reveló al público lego (o sea, casi todos) que el ajedrez podía ser un pasatiempo no sólo interesante, sino apasionante. Que no tiene por qué ser visto como algo sólo accesible a los cerebritos y nerds, sino que está al alcance de todos los IQ’s y bolsillos. Y que, en un mundo cada vez más frenético y enloquecido, sentarse en silencio frente a un tablero para pensar las próximas jugadas constituye un oasis de quietud y concentración que repara fuerzas y neuronas. Ah, y es una actividad muy igualitaria: en ajedrez un niño le puede ganar a un adulto, y el esmirriado espinillento, eterna burla del salón, puede convertirse en un auténtico titán.

Ese interés y mucho más fue fomentado por Bobby Fischer. Quien sería luego noticia por otras razones, que comentaremos mañana.

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