Comentábamos ayer que la semana pasada se fue de este mundo un personaje que recordamos de nuestra remota juventud, y que dejara una huella apreciable en toda una generación, que por él se entusiasmó en el ajedrez. Nos referimos a Bobby Fischer, quien muriera de complicaciones renales en Reikiavik, donde residía desde hacía años debido a sus problemas con la justicia de su país de origen, los Estados Unidos.
Bobby Fischer se hizo mundialmente famoso cuando en 1972 enfrentó y venció al campeón mundial del llamado deporte ciencia, el soviético Boris Spassky. En aquellos tiempos, en cualquier enfrentamiento entre norteamericanos y soviéticos parecía estar en juego el honor nacional y quién tenía la razón, si Karl Marx o Adam Smith. De manera tal que ese enfrentamiento se proyectó como el típico choque de los titanes de la Guerra Fría. Sólo que en lugar de misiles intercontinentales, el pleito era con torres y reinas, enroques y gambitos.
Algunos dicen que el triunfo de Fischer es explicable por las mil y un maneras con que sacó de quicio a su rival. Fischer se quejaba de todo, desde el ruido de las cámaras de televisión (¿?) hasta el brillo de la mesa en que jugaban. De repente se ponía de pie cuando Spassky meditaba su siguiente jugada, y ya podrán imaginar dónde quedaba su concentración. Algunos hablaron de juego sucio; otros, de genialidades de un evidente excéntrico.
El comportamiento errático de Fischer quedó reafirmado cuando en 1975 se negó a defender su título mundial contra un retador indiscutible, el también soviético Anatoli Karpov. Ante su negativa, fue destronado y se perdió de vista durante muchos años. Reaparecería en 1992, para jugarle la revancha a Spassky en un torneo sui géneris organizado en Yugoslavia… la Yugoslavia de Milosevic que empezaba a encaminarse a los horrores de la guerra civil. Por ello, Fischer era considerado forajido por el Departamento de Estado de su país: al jugar allí, había violado las sanciones dirigidas contra el Gobierno yugoslavo. Lo cual le importó muy poco a Fischer: se embolsó varios millones de dólares por vencer de nuevo a su viejo enemigo.
De ahí en delante, Fischer se volvió cada vez más extraño: festejó los ataques del 11 de septiembre, diciendo que Estados Unidos se merecía eso y más. Prácticamente todas sus declaraciones públicas iban dirigidas en contra de los judíos, revelando un antisemitismo que hubiera hecho sonrojar de vergüenza a dos que tres nazis. Luego de pasar varios meses en una prisión japonesa, adoptó la nacionalidad de Islandia para sacarse de encima la amenaza de extradición. Por ello murió en esa isla, el lugar de su máximo triunfo.
En todo caso, y pese a sus locuras, Fischer le abrió el mundo del ajedrez a muchísima gente. Y sólo por eso, habría que perdonárselas. Y recordarlo, sobre todo, como el gran jugador y promotor del ajedrez que fue.