Dije voy vengo, y me fui. A cambiar de aires, a husmear donde nadie me llama y a compartir la intensidad de la vida mediterránea por unos días. “Yo que en la piel tengo el sabor/ amargo del llanto eterno/ que han vertido en ti cien pueblos/ de Algeciras a Estambul/ para que pintes de azul/ sus largas noches de invierno” (J.M.Serrat).
Allá la gente, bronceada a golpe de playa y sol, se resiste a aceptar que el verano ha terminado, y mientras el mundo se desmelena ante la brutal recesión que se avecina, ellos no pierden el estilo ni renuncian a la saludable costumbre de dormir la siesta y tomarse su tiempo para socializar o simplemente leer el periódico en los bares y terrazas al aire libre, sin las cuales no conciben la vida. Empiezan remojando dorados y crujientes churros en una taza de chocolate bien espeso. A media mañana una cañita de cerveza o un tintorro acompañado de cualquier variedad de tapas: de chistorra, de butifarra, de pan con tomate, de pulpos, de calamar o de percebes. La imaginación culinaria de los mediterráneos no conoce límites. Después de la siesta y de regreso al trabajo, vuelven a detenerse en el bar de la esquina para disfrutar un carajillo (café con licor) o un exprés. A media tarde toca confitería: bollos y café con leche. Por la noche, después de cenar como Dios manda, empieza la marcha sin fin por los bares de copas.
En las Ramblas de Barcelona la fiesta empieza temprano y los turistas llegan puntuales a mirarlo todo a través de sus cámaras digitales. Después de unos días de bullicio catalán, nos embarcamos para, después de visitar algunas islas, echar ancla en Estambul donde con más de once millones de habitantes según el último censo, el tiempo no rinde porque el tránsito es tan caótico o peor que en esta capital, los ciudadanos tan anárquicos como los capitalinos, y la mirada resulta insuficiente para capturar el misterio de esa ciudad cuyos principios datan del 667 a.C. y que con un pie en Europa y el otro en Asia, ha visto pasar tanta historia. Pero el tiempo es Euro y apenas dio para un vistazo a las magníficas mezquitas, minaretes de filigrana, y el Museo Topkapi donde por cierto, ya no existen los canastos de diamantes y esmeraldas que yo vi hace ya treinta años que visité esta ciudad por primera vez, lo que me hace pensar que también existen versiones turcas de Montieles y Gordillos por allá. “Soy cantor/ soy embustero/ tengo alma de marinero/ qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo” (J.M.Serrat).
El signo de los tiempos es la velocidad, por lo que no pude detenerme a escuchar el canto de las sirenas. Visité –eso sí- mercados turcos donde encontré tesoros exquisitos: madreperla, coral, ébano. Lástima, no eran para mí porque en este momento, “el dinero hay que cuidar, que la salud va y viene”. Si pasamos por Ítaca, yo no la vi, aunque navegando por esos mares se impone el recuerdo del joven Odiseo que al salir, seguramente le dijo a Penélope: voy por cigarros... y se tardó veinte años en volver.
La oferta de alfombras voladoras era abundante, pero nadie quiso hacerme una demostración, por lo que preferí volver en un avión de Aeroméxico, línea que como los mediterráneos, no pierde el estilo y a diferencia de las miserias de otras, sigue ofreciendo un magnífico servicio de alimentos y bebidas sin cargo. Lo que sí conseguí fue la lámpara de Aladino. Me la vendió un turco de mirada profunda e hipnotizadora a condición de que sólo llamara al genio cuando estuviera de regreso en mi país. Tengo listos mis tres deseos, pero llevo cuatro días frotándola sin que aparezca el genio, debe ser por que no me concentro lo suficiente. Dije voy vengo, y ya vine.
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